Tuesday, April 18, 2006

Capítulo 9


Estudiantes y universitarias españolas: carne fresca para el burdel



Si las mencionadas conductas (inducción a la prostitución) se realizaren sobre persona menor de edad o incapaz, para iniciarla o mantenerla en una situación de prostitución, se impondrá al responsable la pena superior en grado a la que corresponda según los apartados anteriores.

Código Penal, art. 188, 3 (Modificado según Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre)

Mi primer contacto personal con Sunny fue a través del teléfono. Lo recuerdo perfectamente, porque de la impresión, me caí de la cama en la habitación del hotel. Cuando aquella mañana sonó el móvil, esperaba escuchar cualquier cosa antes que aquella voz profunda, grave y casi gutural.
—Diga. —¿Antonio? Soy Sunny, el... primo de Julieta —el boxeador utilizaba el nombre «profesional» de Susy.
—¿Qué? ¿Cómo? —Estoy en la recepción de tu hotel. Sentí un brote de pánico. ¿Por qué estaba Sunny en la recepción de mi hotel si habíamos acordado vernos al día siguiente? ¿Le habría advertido alguien que un blanco estaba haciendo demasiadas preguntas en Murcia? ¿Me habría delatado alguna de mis fuentes? Aquella situación no estaba prevista y me había cogido con las defensas bajas. Así que intenté ganar tiempo a toda costa.
—Ah, ya. Pues, hola, Sunny, encantado de conocerte. Pero verás, ahora no estoy en el hotel. Estoy en El Corte Inglés comprando un regalo para el hijo de... tu prima.
—No importa, yo esperaré aquí a ti.
El puñetero negro me lo estaba poniendo difícil. Si se plantaba en la recepción del hotel no podría salir del edificio sin ser descubierto. Maldije mi propia imprudencia. Siempre he dicho que el buen infiltrado debe mentir lo imprescindible. Es importante decir la verdad siempre que sea posible, de lo contrario nuestras propias mentiras se volverán contra nosotros, restándonos capacidad mental y agilidad. Ahora tenía que salir del hotel sin ser visto, y regresar por la puerta principal con un regalo para el hijo de Susana.
Corté la comunicación diciendo que le llamaría en un minuto.
Necesitaba pensar. Consulté el plano del hotel que se encuentra en todas las habitaciones. Buscaba salidas de emergencia, alguna puerta trasera que me permitiese salir del edificio y regresar por la puerta principal, pero eso llamaría la atención de todos los empleados. No podía meterme en la cocina o desprecintar una puerta de emergencia sin que todo el personal se quedase con mi cara y mi extraño comportamiento. Incluso podría saltar alguna alarma, lo que también alertaría al traficante.
De pronto me di cuenta de que aquel pánico me estaba obnubilando el juicio. Yo había vigilado la casa del traficante y lo había seguido por media Murcia, pero Sunny no me conocía a mí. No me había visto nunca. Simplemente podía bajar a la recepción y pasar delante de él sin mirarle a los ojos, como si fuese un inquilino más del hotel. Si controlaba los nervios no tenía por qué darse cuenta.
Ya había llamado el ascensor para poner en práctica mi plan, cuando mi móvil sonó de nuevo. Había surgido un imprevisto y Sunny tenía que salir inmediatamente hacia Alicante, para atender unos negocios. Posponía nuestro encuentro para el día siguiente. Me dejé caer pesadamente sobre las escaleras como una marioneta cuyos hilos acaban de ser cortados con una tijera y respiré aliviado. Ahora tenía veinticuatro horas para prepararme, y sobre todo para tener claro mi plan.
No existía ninguna manera de averiguar si Sunny sospechaba de mí. Desde luego, si desconfiaba, no había dicho nada que expresa se esa suspicacia, sin embargo, su tono de voz no era en absoluto tranquilizador. De todos modos, lo que más me inquietaba no era tanto la corpulencia física de Suny como su astucia. Evidentemente no menospreciaba los puños del boxeador, pero consideraba mucho más peligrosa la inteligencia que en muchas ocasiones había demostrado. No hacía mucho que Susy me había contado que cuando ella dio a luz el día 19 de junio del año 2001, recién llegada a las costas de Algeciras en una patera llena de inmigrantes, Sunny se presentó en la casa de acogida disfrazado de sacerdote. Con un alzacuellos y una Biblia tan falsos como su fe, consiguió hacerse pasar por un religioso compasivo que atendería a su paisana nigeriana. Susy salió así de la casa de acogida con destino a las calles de Murcia, donde comenzaría a ejercer la prostitución, mientras Sunny se ocupaba de custodiar a su hijo cuando la joven madre ganaba dinero para él.

Estudiantes de día y rameras de noche

Esa noche volvía al Pipos. Quería volver a interrogar a la amiga de Ruth que me había dado las primeras pistas sobre el burdel de alguien relacionado con Gran Hermano. Y para mi sorpresa, por primera y única vez en el transcurso de esta investigación, conocí a una prostituta española trabajando en un club. Naturalmente, no es que no existan más, pero es un dato a tener en cuenta que después de los meses que llevaba visitando burdeles de toda España, fuera la primera vez que encontrara a una prostituta española en un club de carretera. Se llama Yolanda y es una estudiante de veintidós años. Costó algún tiempo convencerla, pero finalmente congeniamos y accedió a contarme su historia con pelos y señales.
Yolanda, Yola para los clientes, nació en un pueblecito extremeño, en el seno de una familia tan humilde como numerosa. A los catorce años pasó por una experiencia traumática que marcaría toda su vida: fue violada, según su relato, y supongo que víctima de la vergüenza —que en todo caso debería sentir el violador, algo se rompió en su interior. Comenzó a coquetear con las drogas y al cumplir la mayoría de edad se marchó a la gran ciudad para buscarse la vida. Como le encantaba bailar y poseía un buen cuerpo, pronto encontró trabajo como go-go de discoteca y más tarde, como stripper. Pero un buen día decidió dar un paso más.
Muchas estudiantes españolas han especulado alguna vez con el mundo de la prostitución. En sus conversaciones íntimas, entre amigas, se han preguntado cómo sería ese mundo. Yola también. Aquel día, envalentonada por una amiga tan curiosa como ella —las estudiantes españolas prostituidas que he conocido empezaron igual—, decidió telefonear al número de un anuncio de prensa. Buscaban camareras para un local de alterne, se prometían generosos sueldos y un trabajo cómodo. Así es cómo Yola y su amiga empezaron a trabajar en un burdel catalán donde, en poco tiempo, se atrevieron a saltar al otro lado de la barra, para convertirse en dos chicas de alterne más. Sus ingresos se multiplicaron, aunque las drogas se llevaban la mayor parte.
Unos meses después, Yola regresó a su pueblo para seguir trabajando como ramera en un club de Don Benito, en la provincia de Badajoz. Nunca me lo confirmó, pero probablemente fuera el Papillón o el Sandokán.
Allí conoció todo tipo de hombres, aunque parece ser que uno de sus clientes consiguió convencerla para aceptar un tratamiento de metadona. Cuando yo contacté con ella, acababa de terminarlo, aunque seguía metiéndose una dosis de heroína de vez en cuando. Yo controlo, me decía. Como todos los heroinómanos.
Intentó reconstruir su vida y empezó a estudiar, pero, como el sexo genera mucho dinero, terminó llevando una doble existencia: durante el día asistía a clase como todos sus compañeros y era una alumna más; por la noche comerciaba con su cuerpo desatando la lujuria en los hombres.
Yola disfrutaba con la ingenuidad de los compañeros de clase que intentaban seducirla invitándola a un refresco o al cine, cuando por la noche aquella «inocente» estudiante alternaba con hombres de negocios, empresarios y probablemente hasta con los padres de alguno de sus cándidos compañeros de estudios. Yola, como me han confesado otras prostitutas, disfrutaba en cierta manera del control que las meretrices ejercen sobre el cliente.
Actualmente, combina su trabajo como go—go y stripper con la prostitución. Se justifica diciendo que necesita el dinero para operarse los pechos. «Porque los pechos son muy importantes en mi trabajo.» Pero se engaña a sí misma. Yola, como otras chicas de su edad, es alérgica a la pobreza y gana en una noche lo que sus compañeros de clase quizá ganen en un mes, una vez concluyan sus estudios y empiecen a trabajar.
Puede comprarse ropa, zapatos, joyas... que sus compañeras sólo pueden soñar. A cambio, ella se dice que sólo tiene que alquilar sus prietas carnes jóvenes a empresarios, políticos o profesionales. Sólo.
Sin embargo, Yola no tiene ningún chulo ni proxeneta que tome a su familia como rehén de un pacto suicida. Tampoco ha asumido ninguna deuda millonaria, ni ha sido víctima de crueles rituales vudú. No rota de burdel en burdel cada veintiún días, ni ha de soportar el frío del invierno y el calor del verano, ofertando su cuerpo al mejor postor en el escaparate de la calle. Salvo el hecho de que ambas practican el sexo por dinero, Yola no tiene casi nada en común con Susana.

Cara a cara

Y por fin, llegó el momento. Me había citado con Susy y con Sunny en una cafetería de la concurridísima plaza de la Catedral de Murcia porque no quería encontrarme con el ex boxeador en un lugar aislado y sin testigos.
Un compañero de Tele 5 volvía a acompañarme en esta ocasión para grabar, desde otro ángulo, mi primer encuentro con el traficante. Además, era de agradecer la presencia de unos ojos amigos en medio de tanta soledad. Porque, aunque sabía que en el caso de que el traficante descubriese mi identidad durante la entrevista, el golpe un puñetazo o el filo de su navaja serían imparables, yo prefería que aquellos ojos aliados estuviesen allí.
Sobre todo, por lo que es más importante, sabía que después la angustia del día, podría hablar con alguien y compartir la tensión acumulada. Ya estaba acostumbrado a que por la noche, después de una jornada entre mafiosos, prostitutas, traficantes y puteros tuve que encerrarme en la habitación del hotel y tragarme toda mierda del día, imposible de digerir.
En las ocasiones en las que la angustia era insoportable, cuando las confesiones de una prostituta adolescente, las gracias de un puro infame o las negociaciones con un traficante impío ponían a prueba mi capacidad de resistencia psicológica, sólo la voz de un amigo al otro lado del hilo telefónico, permitía mantener la cordura. Nunca agradeceré lo suficiente a esos amigos el haber estado al otro lado del teléfono para escucharme, sin preguntas ni reproches. Especialmente a aquel «rubí» en bruto al que acudí más de una vez sin que pronunciase mi nombre, para que me repitiera que yo no era Antonio el traficante de mujeres, sino un periodista infiltrado.
Por todo eso me aliviaba saber que mi compañero estaba allí, algún punto de aquella plaza, vigilándome a través del objetivo su cámara, cuando Sunny hizo su aparición.
Siempre le había visto en la distancia, mientras vigilábamos casa o lo seguíamos, conduciendo frenéticamente por las calles Murcia. Al verlo de cerca, me pareció mucho más grande y corpulento. Sus sempiternas gafas de sol que sin embargo esconden ojo semicerrado, legado de su época en el ring, y la ostentación que hace de su riqueza con sus collares, anillos y hasta un pendiente de oro hacen de él el arquetipo del mafioso africano.
Nada más sentarse pide una Larios sola, sin hielo, me estudia con la mirada y después me tiende su enorme manaza. Estruja la mía sin piedad mientras Susy nos presenta. Con la mano indemne, le entrego el enorme osito de peluche que he comprado para su hijo en El Corte Inglés esa mañana. Susy luce al cuello el collar que le regalé, dotado de supuestos poderes mágicos.
—¿Qué tal? —Bien. —¿Bien? —Sí. Mucho calor, ¿no? —intento entablar una conversación y recurro al socorrido asunto del tiempo.
—Hace más calor aquí que en África, ¿verdad? —¿Conoces África? —me pregunta Sunny intrigado. Y vuelvo a echar mano de mis anteriores experiencias como reportero en medio mundo.
—Sí, claro. —¿Qué país de África? —Marruecos, Nigeria, Mauritania, Malawi, Egipto, Mozambique... —Pero no conoces oeste de África. Nigeria... —Sí. Abuja, Lagos, Benin... —Sí, sí. —¿Y tú conoces España bien? —Sí. Desde Alicante hasta La Coruña. Desde nuestro primer encuentro, y aunque con cuentagotas’ Sunny fue dándome información que me permitiría profundizar cada vez más en su vida. Intento ser amable y simpático, e improviso sobre la marcha mientras mi cámara oculta registra toda la conversación.
—Con este calor no me extraña que estéis tan morenos. Tú estás un poco más moreno que yo ——digo, intentando ganarme su simpatía.
—Sí, estamos aquí para estar morenos.
—Pero África es más bonito. A mí me gusta más. No hay tantas prisas. Hay una luz increíble para hacer fotos. Y las mujeres son más lindas que aquí.
—¿Eres murciano? —No, madrileño. —Hay mucho africano en Madrid. —Sí, yo tengo muchos amigos africanos en Madrid. Me gusta la brujería.
Cuando surge el tema de la magia, Susy le dice algo al oído, en un dialecto africano que no entiendo. Y de pronto, Sunny me sorprende con sus conocimientos sobre la brujería afroamericana. Ha visto que llevo los collares de santero que me habían facilitado en La Milagrosa, y reconoce sin problema los dioses que representa cada uno. Para mí es una prueba irrefutable de que Sunny está familiarizado con el vudú, y deduzco que probablemente sea él mismo quien realiza los yu-yús y los body con los que extorsiona a sus chicas.
—Tú llevas a Changó —dice el boxeador, mientras señala el collar de cuentas rojas y blancas que luzco desde mi época como aprendiz de santero en La Milagrosa.
—Sí, pero soy hijo de Babalu Aye. —Entonces, tú eres mi hermano. —¿Sí? ¿Eres hijo de Babalu? —pregunto refiriéndome al espíritu animista sincretizado con San Lázaro en la brujería afroamericana.
—Sí.
—Coño, ¿sabes de brujería? —Sí. Tengo un español que tiene Changó, que es babalao. Su nombre en español es Juan.
—¿Y dónde está? —En Alicante, pero es de Granada. Tomo buena nota, e intuyo que el tal Juan, como la Vera de Vigo, es uno de los videntes que, de alguna manera, colabora con las mafias de la prostitución, reforzando la sugestión de las rameras sometidas a esos supuestos hechizos vudú.
—¿Hace mucho tiempo que tú vienes aquí para trabajo? —Yo voy y vengo constantemente. Intuyo que Sunny intenta averiguar a qué me dedico, pero todavía no se atreve a preguntarlo. Intencionadamente dejo ver en el bolsillo de la camisa un mazo de tarjetas de crédito, como había hecho con Susy anteriormente, con la excusa de sacar un paquete de cigarrillos. Sé que Sunny se dedica, entre otras actividades delictivas, a la falsificación de tarjetas y a las tarjetas robadas, y quiero que piense que yo puedo ser un compinche. Los traficantes de tarjetas necesitan españoles que puedan pasar las robadas o falsificadas en comercios y tiendas sin despertar sospechas y constantemente buscan colaboradores. Sin dar importancia al gesto, que intento que parezca casual, vuelvo a guardar las tarjetas y el tabaco, después de encender un cigarrillo. Y sigo con la conversación.
—¿Llueves mucho en España? —Yo sí, cinco años. —Hablas muy bien español. Yo no hablo africano. Hay demasiados idiomas en África.
—Sí. Todos los países de África no tienen el mismo idioma. En Nigeria tampoco el mismo idioma. Nosotros somos de Benin City. En Lagos hablan yoruba, en Abuja hablan ausa...
—Ahí nació el vudú. —Sí. Yoruba, el dueño es Changó; en Benin es Ogún... De pronto, cometo un error. Me dirijo a Susy y la llamo por su nombre, en lugar de usar el que utiliza en su trabajo, Julieta. Sunny se da cuenta y reacciona como impulsado por un resorte. «¿Cómo sabes tú nombre de ella?» Sé que ha sido una imprudencia. El hecho de que conozca el verdadero nombre de una de sus chicas significa que tengo más confianza con ella de lo que debería tener un cliente normal. Cambio de tema y consigo salir del paso, pero debo ser más cuidadoso. Sé que aquella imprudencia le valdrá a Susy una buena regañina cuando regrese a casa. Así me lo confirmaría Susy pocos minutos después, cuando Sunny, satisfecho con nuestro primer contacto, decide marcharse y dejamos solos. Susy me confiesa que Sunny quería verme «para ver lo fuerte que tú eres».
El africano tenía tanta curiosidad por mí como yo por él, y me estudiaba.
—Joder, es grande, ¿eh? Está fuerte... —Síííí. —Price Sunny, ¿no? Se llama así. —Sí, Prince Sunny. —¿Y sabe de brujería? Porque reconoció los collares. —Sí, sabe mucho. —¿Es brujo? ¿Hace brujería vudú? —Sí. Susy no quiere profundizar más en el tema, pero ya me ha confirmado que mi intuición era cierta. El proxeneta se encarga personalmente de los rituales del terror que garantizan la fidelidad de sus pelanduscas. Y de pronto, surge un nuevo personaje en este drama, Al preguntarle por su hijo, Susy me revela que hay un hombre, que resulta ser un joven nigeriano al que conoció durante su terrible viaje hacia Europa, que asumiría la paternidad del niño, aunque él no fuese el progenitor real. Aquel muchacho, al que Sunny había propinado más de una paliza al intentar estar con Susy sin pagar por ello, llevaba un mes haciéndose cargo del pequeño, siguiendo las órdenes del traficante.
—¿Qué tal está el niño? —Está bien. Ahora, en Torrevieja con su padre. —¿Con su padre? —Yo siempre hablar con Sunny para venir él aquí. Pero él no escuchar a mí, entonces yo callar.
—No entiendo. —Yo pedir a Sunny por favor llevar a mí a Torrevieja, o traer él aquí, para mi niño venir aquí. Él dice, sí, un día, un día... siempre dice un día, pero nunca venir.
—Pero ¿no puedes ver a tu hijo?
—Sí, un mes allá y cinco días aquí conmigo, y luego volver allá un mes.
De pronto, descubro que Susy ignora dónde está su hijo y que las palizas del proxeneta le inspiran tanto temor como los siniestros rituales de vudú a los que está sometida.
—¿Y si vamos a buscarlo tú y yo y lo traemos? —Yo no sabe, sólo él sabe dónde está. —¿Sólo Sunny sabe dónde está tu hijo? —Sí. Antes casa sí, ahora cambiar de casa. Yo no sabe en qué casa está. Cuando yo ver a él, yo muy feliz.
—Sunny muy grande, ¿eh? —Sí. Él boxeador en mi país. Es muy fuerte. —Cuando se enfada, tiene que ser muy peligroso, ¿no? —Mucho, eh. Sí, no puedo yo hablar mucho en casa. Yo calla, pegar...
—¿Cómo? —Cuando él enfadar, yo para dormir, sin hablar. Pegar, ¿eh? No sé, yo Dorar...
Poco a poco me fui sintiendo cada vez más implicado emocionalmente en aquella historia, hasta el extremo de considerar seriamente la posibilidad de casarme con Susy para conseguirle la nacionalidad española; o incluso llegué a fantasear con la idea de eliminar personalmente al boxeador nigeriano, en caso de no obtener pruebas de sus delitos para facilitar su detención. A partir de aquel día, el caso de Susana se convirtió en una obsesión personal. Los responsables del equipo de investigación de Atlas—Tele 5, para los que trabajaba en esos momentos, aceptaron excluir todas las grabaciones de Susy y de Sunny del reportaje Esclavas del vudú que estábamos preparando, y que se emitió dentro del programa Infiltrados, que presentaba Javier Nart. Si aquellas imágenes salían en antena, y Sunny descubría que le habíamos estado grabando, podría salir de España y quedar impune de sus delitos una vez más. Así que acordamos continuar la investigación, al margen del programa, hasta que yo pudiese ganarme la confianza de Sunny para demostrar que traficaba con seres humanos. Y que en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia, todavía es posible comprar una esclava.

Universitarias calientes

Sunny me había dejado muy claro que, a partir de nuestro primer encuentro, cuando quisiese hablar con Susana le llamase a él a su móvil. Y así fue. Con relativa frecuencia, desde aquella primera reunión, podría charlar con Sunny cada vez que telefoneaba a la nigeriana, y aquello me hacía ganar cada vez más confianza con el negro. Sin embargo, no quería desatender otra línea de investigación que me parecía fascinante y profundamente desconocida: las estudiantes y universitarias españolas que se prostituyen, al margen de sus compañeros de clase, familiares y amigos. Yola no era una excepción.
Durante toda investigación, las pistas llegan por los cauces más inesperados. Y fue mi propio compañero, otro joven periodista, el que me facilitaría un nuevo hilo del que tirar. Esa noche, mientras cenábamos en el restaurante del hotel, tras comprobar que nuestras respectivas grabaciones de mi primer encuentro con Sunny eran perfectas, me hizo un comentario en relación a Yola y a las universitarias españolas que ejercen la prostitución.
—¡Y tanto que es verdad! Yo tenía una compañera en clase que no se cortaba un pelo. Imagínate, que de pronto le sonaba el móvil, pero estando en clase, y contestaba la llamada dejando superclaro de lo que estaba hablando. Por ejemplo, yo la oía decir: ¿Diga?... Sí, soy yo... 20.000 más el taxi... ¿En qué hotel está?... ¿En qué habitación? ... Vale, en media hora estoy ahí... Y la tía se levantaba y se piraba. Nos tenía a todos como motos, porque se gastaba una pasta en ropa y siempre venía a clase supermaquillada...
Esa joven, estudiante de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid, resulto ser Mercedes S. F., y su testimonio es muy similar al de otras estudiantes españolas.
Mercedes descubrió un anuncio en la prensa local en el que se precisaban señoritas y llamó. Tiene una personalidad muy fuerte y, en su caso, no necesitó que ninguna amiga la envalentonase para telefonear a la agencia y acordar una cita con los proxenetas.
—La oficina estaba en la torre de Colón, que está encima de la cafetería Ríofrío, y allí mismo sé que tenían un apartamento de los de lujo, de 50.000 la hora y sólo una chica. La encargada y mujer del dueño super mafioso se llamaba Miriam, pero ni idea de los apellidos.
—¿Qué tal fue la entrevista? —Bien, me explicaron un poco las condiciones: que iríamos a medias, que estaría con otras chicas y una encargada en uno de sus pisos, y nada más.
—¿Y adónde te mandaron? —La casa a la que yo fui, que tenía el portero automático con cámaras, estaba en Goya, 23, creo que en el tercer piso aunque no estoy segura. Al parecer llevaban un tiempo teniendo problemillas con el portero, que decía que iba a llamar a la policía y tal, lo mismo por ahí puedes sacar algo.
Con frecuencia los propietarios de este tipo de casas clandestinas ocultan a los demás vecinos la utilidad que dan al piso. Como anécdota, puedo decir que en algunos de ellos colocan placas falsas en la puerta, para aparentar que esa vivienda es el bufete de un abogado, la oficina de una inmobiliaria, o incluso, la consulta de un vidente.
—La madame se llamaba Rosana, y era una colombiana gorda y afable. Como te conté, funcionaban con anuncios en prensa, diciendo que las chicas recibían solas en la casa y tal, pero siempre estábamos más. Los tres anuncios que yo supe que tenían, y que eran los nombres de los servicios, eran de Eva, Ana y Estefanía —ninguna de las chicas nos llamábamos así—. Los anuncios los ponían en ABC, El País y El Mundo.
—¿Qué ponía al que llamaste tú? —El anuncio al que yo llamé estaba en El País’ y pedían chicas no profesionales, universitarias, y también telefonistas. El cincuenta por cien del precio de cada servicio era para la casa y el otro cincuenta para la chica.
—¿Y tenían muchos pisos de ésos? —Sé que tenían por el barrio Salamanca varias casas más, una en General Pardiflas, y también por Atocha, Marqués de Vadillo y Bilbao, pero ésas no las conocí.
El de Mercedes tampoco es un caso aislado. Como no lo es el de Yolanda, la go—go y stripper del Pipos, que ahora trabaja en un conocido local de Barcelona. Allí los cientos de clientes que frecuentan el pub pueden disfrutar de su arte como bailarina y algunos de ellos, a través del propietario del local, de algo más... Ellas son un ejemplo de la evolución que experimentan las busconas españolas; la mayoría comienzan en pisos clandestinos y posteriormente pasan a los servicios en hotel, clubes de lujo, etc.
A través de Yola, es decir, a través de un novio suyo, vigilante jurado en un burdel extremeño, conocí a otra estudiante española que ejercía la prostitución, aunque en este caso, con ambiciones mucho mayores que la go-go, y que me introduciría en otra dimensión de la prostitución en España.
Rosalía se inició en el negocio del sexo el día 17 de febrero de 2002, de una forma similar a Yolanda. Ella y un par de amigas, todas jóvenes españolas que habían fantaseado durante semanas con la idea de prostituirse, decidieron dar el gran paso, pero de forma completamente independiente.
—Alquilamos un piso, aquí en el centro, y pusimos un anuncio en el periódico, Y ya está. Así de fácil. Cada una cobraba lo suyo y ya está.
Sus amigas, como ella, ocultaban a sus familiares, amigos y compañeros de estudios su doble vida. Y como en los casos anteriores, sentían una cierta satisfacción morbosa al observar el comportamiento de jóvenes de su edad, que intentaban seducirlas con una invitación al cine o a la discoteca, o al último concierto de Operación Triunfo. Rosalía y sus amigas se movían en un status social y en un nivel económico muy superior, Y según me dio a entender una de ellas, en una ocasión acudió al piso en el que trabajaba uno de sus profesores de la facultad. Lejos de sentirse descubierta —al fin y al cabo el profesor estaba casado— cumplió con el servicio y cobró como a cualquier otro cliente. La sorpresa llegó cuando sus calificaciones sufrieron un agradecido incremento en la nota final.
Rosalía no tardó en independizarse de su grupo de amigas, y probó suerte tanto en otras agencias de más prestigio como trabajando por su cuenta, convirtiéndose en una de las pocas escorts extremeñas que cobraba 80.000 pesetas por un servicio completo. Entre sus clientes había políticos, escritores, empresarios que le pedían todo tipo de servicios, como por ejemplo, acompañarlos hasta locales de intercambio de parejas donde debería estar con tres y cuatro hombres diferentes, mientras el cliente disfrutaba sólo como voyeur. Yo mismo la acompañé a uno de esos locales, donde me explicó con todo detalle las perversiones que solicitaban de ella los clientes... francamente alucinante.
Lo más extraordinario del caso de Rosalía es que supone un excelente ejemplo de otra constante que me encontré al profundizar en la personalidad de muchas jóvenes prostitutas: su extremo y malentendido romanticismo. Rosalía es una adicta al cariño, y eso es lo que buscaba en todos y cada uno de sus clientes. Mientras la entrevistaba, pronunció una frase tan elocuente como demoledora: «A veces terminaba de estar con un cliente, y en cuanto salía por la puerta, me iba corriendo al chat para intentar conocer a alguien que me dijese algo bonito. A veces estaba chateando con algún amigo, y le decía que iba a comprar tabaco o a preparar la comida, cuando en realidad recibía a un cliente, y después de hacer el amor, volvía corriendo al chat. En el fondo, creo que lo que buscaba desesperadamente era un poco de amor en cada hombre ... ».
Algo que otras prostitutas me han confesado es que, a pesar de que ellas puedan estar con varios hombres diferentes cada día, jamás permitirían a su novio o marido que mirase a otra mujer. Una paradoja habitual entre las prostitutas.
Durante una de nuestras entrevistas, Rosalía me ratificó lo que el agente Juan me había aconsejado para ganarme la amistad de las prostitutas: «Si has hecho un servicio con un hombre, ya sabes a lo que va, así que aunque después te venga de amigo, de ayuda o de lo que quieras, tú siempre vas a pensar que te va a manipular, entonces lo manipulas tú a él, porque ha habido sexo. Otra cosa es una persona que ha pagado el servicio y no lo hace. Lo puedes ver, te puede dar cierta confianza. Pero un hombre que busca sexo... lo primero que piensas es que quiere sexo gratis ... ».
Juan tenía razón al aconsejarme que, bajo ningún concepto, cayese en el mismo juego que los dientes, y que viese lo que viese, resistiese la tentación del sexo. Y debo reconocer, no sin cierto pudor, que en muchas ocasiones supuso un esfuerzo enorme, colosal, no dejarme llevar por el deseo que, evidentemente, me inspiraban muchas de esas chicas. Y también confieso con vergüenza que en alguna ocasión, como en el Vigo Noche, me dejé llevar por las circunstancias, y la inexperiencia no es una excusa. Yo también fui en ese momento un prostituidor, y de alguna manera un colaborador de las mafias. Afortunadamente aprendí a controlar esos instintos, y de esa forma conseguí testimonios como los de Rosalía, de un valor incalculable. No sólo por su historia personal, sino por las pistas que me iban facilitando para avanzar en la investigación, como por ejemplo sobre la trastienda de los burdeles en Internet.
Hace un año, Rosalía conoció a un proxeneta croata con el que mantuvo una tormentosa relación, que terminó por hacerla dar el salto final. Cuando quiso darse cuenta, el ucraniano la había involucrado en su agencia de escorts, y su nombre aparecía en una página web de Internet, junto a los de otras señoritas.
Rosalía y su jefe croata, único responsable de la agencia y de su página web, pensaron, acertadamente, que las mesalinas del siglo XXI no pueden permanecer ajenas a las nuevas tecnologías. Los anuncios por palabras en la prensa local son monótonos y repetitivos. En cualquier periódico del país, se publican diariamente cientos de anuncios de este estilo. Especialmente en los grandes diarios como La Vanguardia, El País, El Mundo o El Periódico, aparecen tantos cientos de avisos que cualquiera de ellos queda diluido entre todos los demás. El croata pensó que había que idear algo más atractivo, una forma de publicidad en la que se pudiese detallar con mayor precisión todos los servicios sexuales que sus chicas podían ofrecer al cliente, así como fotos del local y de sus instalaciones y, cómo no, fotografías de las señoritas, hermosas y exuberantes, que el interesado podría disfrutar.
La página web comenzó a funcionar con gran éxito, ofertando señoritas de Madrid, Barcelona, Marbella, acompañadas de una detallada descripción física, un book fotográfico y un listado de los servicios sexuales que dichas señoritas estarían dispuestas a mantener. Sin embargo, según me reveló Rosalía, todo es mentira...

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