Tuesday, February 21, 2006

Capitulo 2


El ¿oficio? más antiguo del mundo


El que determine, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, a persona mayor de edad a ejercer la prostitución o a mantenerse en ella, será castigado con las penas de prisión de dos a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses. En la misma pena incurrirá el que se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma.

Código Penal, art 188, 1

(Modificado según Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre)

Lo confieso sin pudor, sabedor del escepticismo con que los lectores varones encajarán esta afinación, pero jamás, antes de iniciar esta investigación, había visitado un local de alterne. Tenía una curiosidad morbosa, es verdad, y en muchas ocasiones, al avistar alguno de estos serrallos a un lado de la carretera, durante mis interminables viajes, había sentido la tentación de entrar a fisgar, pero nunca lo había hecho.
Ni siquiera para tomar una copa o comprar cigarrillos. Sus neones estridentes, sus nombres provocadores, sus aparcamientos atestados de vehículos llamaron muchas veces mi atención, como la de cualquiera, pero jamás se había dado la circunstancia propicia para que entrase en ninguno de ellos. Ahora, sin embargo, conozco casi todos.
Desde que Aspasia, la esposa de Pericles, inventara los prostíbulos ——del latín prostituire: comerciar, traficar— hasta nuestros días, el negocio del sexo ha evolucionado mucho. En el siglo XXI existen millones de Marías Magdalena y de Valerias Mesalina en todo el planeta. Hasta el punto de que, en los ambientes más doctos y eruditos, a las rameras, meretrices, prostitutas, lumis, Wanas, putas, nínfas, golfas, pelanduscas, cortesanas, suripantas, furcias, zorras, busconas y demás chicas de mala vida, se las denomina precisamente con el nombre de esa emperatriz romana, tercera esposa de Claudio 1, conocida por su vida licenciosa y promiscua. Su muerte, degollada por un soldado en el año 48, a los treinta y tres años de edad, refleja perfectamente la vida intensa, vertiginosa y con frecuencia corta, de muchas mesalinas actuales.
Sin embargo, y al margen de estas licencias históricas, yo no sabía nada sobre prostitutas, prostíbulos ni proxenetas, así que, como ocurre en cualquier investigación, primero debería familiarizarme teóricamente con el tema que iba a afrontar. Y como es cierto que no siempre el que va más deprisa llega antes a su objetivo, tenía claro que para acercarme a los mafiosos de la trata de blancas, debía dar un rodeo por las trastiendas de la prostitución. El contacto con ANELA no fue más que un primer paso, un primer aldabonazo para encontrar información; pero evidentemente no era el único. Hace falta llamar a muchas puertas para hacerse una idea, mínimamente aproximada, sobre el gigantesco y complejo mundo de la prostitución y esto probablemente se deba a que a pesar de sus descomunales proporciones, es en definitiva uno de los sectores más excluidos socialmente. Probablemente ningún otro colectivo social, salvo el religioso, haya influido tanto en la historia, y por supuesto, ningún otro ha movido tantas cantidades de dinero como el gremio del sexo profesional. Sin embargo, la colosal hipocresía social en la que nos movemos margina de tal forma este sector de la sociedad, que todavía en el siglo XXI, los varones ocultan el uso que hacen de estos servicios con un empeño tal que sólo es superado por el de las rameras que esconden a sus familiares y vecinos la labor que desempeñan.
Al consultar el término «prostitución» en los dos buscadores más populares de Internet, Google y Yahoo, aparecen 51.900 Y 57.300 entradas respectivamente. Y aunque son demasiadas puertas a las que llamar, yo lo intentaría en muchas de ellas. Desde fuentes policiales hasta ONG dedicadas a la inmigración, pasando por periodistas especializados, asociaciones empresariales, dientes adictos, ex rameras, psicólogos, criminólogos, etc., durante meses estuve dedicado a confeccionar un voluminoso archivo con todo tipo de información sobre el fenómeno de la prostitución y su relación con el crimen organizado.
Todos los expertos coinciden en que puede resultar factible, con un poco de esfuerzo, acceder a los testimonios de las profesionales del sexo, o a sus clientes. Sin embargo, llegar a las redes del crimen organizado, a las mafias del tráfico de seres humanos, era, en opinión de esos mismos especialistas, mucho más complejo y sobre todo peligroso. Quizá porque la mayoría de los traficantes de mujeres al mismo tiempo participan de otras «especialidades» delictivas como el tráfico de armas, el narcotráfico, la falsificación de documentos, la extorsión, el homicidio incluso... «Ten cuidado, éstos primero te pegan un tiro y luego preguntan», fue una de las frases que más veces escucharía en mí peregrinar por comisarías de Policía o cuarteles de la Guardia Civil, en busca de datos objetivos sobre la trata de blancas. De hecho, meses después de iniciar esta infiltración, me vi engarzando en un collar una bala, una 9 mm, que casi me vuela una rodilla. Pero desgraciadamente, a la hora de advertirme sobre los riesgos de esta investigación, nadie supo alertarme sobre el mayor peligro de todos, en definitiva mucho peor que el miedo constante a recibir una paliza o un tiro. Me refiero a los zarpazos letales en el alma que mutilan para siempre tu mente al conocer y convivir con el lado más siniestro y despiadado de la naturaleza humana: la profunda hipocresía social que margina a las samaritanas del amor, mientras continúa exprimiéndolas hasta que sólo son pedazos de carne vacía y reseca; la adicción desesperada de los consumidores del producto, capaces de hipotecar sus vidas y sus conciencias por una nueva dosis de pasión o de un cariño tan falso, de unas caricias tan ficticias y de unos besos tan traidores como los de judas, y sin embargo, tan imprescindibles como la dosis de heroína para las venas del drogadicto; y sobre todo, tantas mentiras, tantos engaños, tantos embustes. En ese profundo pozo oscuro y siniestro que es el mundo de la prostitución, todos mienten. Putas, puteros y proxenetas terminan siendo cofrades en la misma Hermandad de la Santa Patraña.
Ahora sólo puedo sonreír amargamente al leer los anuncios clasificados en cualquier periódico del país, donde supuestas jovencitas de dieciocho añitos, «aunque aparento menos», ofertan «griego», «francés sin» o «cubana», por 30 euros. O al observar, desde cualquier autovía española, los coches apiñados en el aparcamiento de tal o cual lupanar de carretera o al reconocer en las portadas de Cosmopolitan, Man, Interviú o Woman a las prestigiosas y respetables actrices, modelos y presentadoras que yo he visto en los catálogos de rameras de los prostíbulos más lujosos del país.
Si no sintiese una tristeza tan profunda y devastadora, me reiría de todos ellos. De los eruditos contertulios televisivos, de los políticos conservadores que exigen la expulsión de los inmigrantes ¡legales y que resultan ser propietarios de los burdeles que se nutren en un 95 por ciento de chicas extranjeras introducidas en España por las mafias; de los españolitos jóvenes, atractivos y seductores, que tienen que pagar a una fulana porque no tienen valor para compartir con sus novias o esposas sus fantasías sexuales; de los mafiosos del crimen organizado, que se creen genios del delito, situados por encima del bien y del mal, y que fueron burlados por mi cámara oculta; de las prostitutas absorbidas por la espiral del lujo y del dinero, que terminan vendiendo algo más que su cuerpo...
En este viaje hacia el infierno he sentido compasión, lástima, ira, deseo, culpabilidad, frustración, asco, impotencia y por encima de todo, tristeza. Tanta tristeza. Tal vez, si hubiese podido intuir la angustia y la desesperación que iba a experimentar al infiltrarme en este mundo perverso nunca habría iniciado esta investigación.

Crimen organizado y prostitución

El subteniente José Luís C. conoce perfectamente los entresijos del crimen organizado. Es el responsable de muchas de las operaciones de la Guardia Civil que han concluido con la detención de importantes mafiosos y traficantes de mujeres en España, jefe de una unidad de la Policía judicial, fue uno de los primeros en ponerme en antecedentes sobre el mundo en el que pretendía sumergirme.
—¿Infiltrarte en las mafias de la prostitución? ¿Pero tú estás loco?
El subteniente se giró bruscamente en cuanto le hice partícipe de mis intenciones y sacó una pistola semiautomática del cajón de su escritorio, colocándola sobre la mesa, mientras mordisqueaba el cigarro puro, ya reseco, que forma permanentemente parte de su fisonomía.
—¿TÚ tienes una de éstas? Pues ellos tienen muchas. Y ni cámara oculta ni hostias. Si te sacan una de éstas, te puedes ir metiendo tu cámara por el culo, o te la meterán ellos.
En realidad conocía a José Luís desde tiempo atrás, cuando ambos coincidimos en otra investigación que nada tenía que ver con el tema que ahora me ocupaba. Hicimos buenas migas, y al saber que él era el responsable de algunas operaciones de la Guardia Civil contra redes de tráfico de mujeres ucranianas, rumanas o moldavas, decidí pedirle consejo.
—No te cabrees, hombre. Todavía no sé qué es lo que voy a hacer. Sólo te pido ideas. No sé cómo funciona este mundo ni por dónde empezar. Por eso acudo a ti. Tengo algunas pistas que me han dado en Valencia, pero todavía no me siento capaz de hacerme pasar por un traficante de mujeres.
—Pero ¡qué coño te vas a hacer pasar por un traficante con esa pinta! Además, ¿tú sabes cuáles son sus rutas, sus formas de trabajo, cómo introducen a las chicas, cómo las reclutan? ¿Qué sabes tú de las mafias para hacerte pasar por un mafioso? Te van a pegar un tiro.
La verdad es que el guardia civil tenía toda la razón del mundo. Pero al fin y al cabo, para eso estaba yo allí, para que me orientase.
Y me orientó.
—La mayoría de los colombianos, nigerianos, rusos o chinos que están metidos en el negocio de la prostitución también están metidos en otro tipo de delitos. Tráfico de armas, drogas, secuestro, extorsión, asesinato... ¿Cómo pensabas entrar? No te imagino haciéndote pasar por sicario colombiano o por narcotraficante, para establecer un contacto con ellos...
En aquel momento, y en aquel despacho, ninguno de los dos podíamos imaginarnos que meses más tarde volveríamos a reunirnos para ver la cinta en la que me hacía pasar por un traficante de drogas, con el fin de negociar con otro narco mexicano la compra de niñas vírgenes de trece y catorce años, de Chíapas, para unos prostíbulos ficticios que yo alegaba tener en España. Aquella cinta hizo que el policía tuviese que retractarse y reconocer que yo podía hacerme pasar por lo que hiciese falta... Pero aún faltaba mucho tiempo para eso, y el veterano policía continuó con sus paternales consejos, que constituyeron una enorme ayuda para mi investigación.
—Lo más fácil es que entres en ese mundo a través de ellas, de las chicas. Si consigues ganarte su confianza tal vez te presenten a sus dueños y puedas llegar a tratar con ellos, pero yo lo veo muy jodido. Y muy arriesgado. Mira, hay colombianos que te rajan el cuello por 50.000 pesetas. Hay africanos, con unas trancas así de gordas, que te pueden hacer cantar hasta la Traviata si sospechan de ti. Y de los rusos ni te cuento. Muchos de ellos son ex miembros del KGB que, después de la caída del muro de Berlín, se encontraron en paro y descubrieron que con el crimen organizado ganan mucho más dinero que con el espionaje, así que imagínate lo que nos cuesta a nosotros trincarlos. ¿Cómo te vas a meter tú ahí?
Y aunque no le faltaba razón, no tardó en darse cuenta de que estaba dispuesto a llevar adelante la investigación con su ayuda o sin ella. Y como creo que en el fondo me aprecia, a pesar de que nunca sonría ——quizá por tener que mantener su eterna colilla de puro colgando en la comisura de los labios—, al fin me brindó su ayuda. A él debo el haber podido acceder a algunos de los testimonios más salvajes y brutales que pude recopilar en el mundo de la prostitucíón, como es, por ejemplo, el caso de Nadia.
A la hora de escribir estas líneas, Nadia tiene ya veintiún años y se encuentra en otro país europeo —que no mencionaré por razones obvias—, lejos de la mafia que la secuestró en Chisinau (Moldavia), cuando sólo tenía diecisiete y era aún una estudiante. Sin duda muchos madrileños, incluso quizá alguno de los lectores de este libro, tuvieron la oportunidad de gozar de su cuerpo adolescente, por apenas 5.000 pesetas, en algunos de los locales de alterne en que se vio forzada a ejercer la prostitución en Madrid y Majadahonda. Tal vez si algunos de esos clientes supiesen el atroz infierno que tuvo que vivir esa niña antes de llegar a sus brazos, por 30 euros el polvo, no habrían tenido el valor de mantener relaciones sexuales con ella o se les habría cortado la erección. Sobre todo si supieran que Nadia apenas vería ni un céntimo del fruto de su «trabajo» —léase tortura—, puesto que inmediatamente era interceptado por Valentino Cucoara, alias Tarzán. Este hombre, nacido el día 4 de octubre de 1971 en Moldavia, hijo de Constantino y María, era el encargado de controlar a las chicas en España, y se ocupaba de recoger el dinero que sus «guarrillas» recaudaban en los clubes pertenecientes a la cadena Mundo Fantástico, de manos del responsable de los locales, Juan Carlos M. V., uno de esos «honrados empresarios españoles, empeñados en dignificar el “oficio” más antiguo del mundo». En su declaración policial, el señor M. V. insiste en que desconocía que las hermosas adolescentes moldavas, como Nadia, realizasen su «trabajo» bajo ningún tipo de presión mafiosa. Al parecer, suponía que aquellas jóvenes, que apenas habían cumplido la mayoría de edad, se dedicaban a chupar pollas y a dejarse follar por españoles de diecisiete a sesenta años por pura vocación profesional. El mismo argumento que mantienen los honorables empresarios de ANELA.
Toda la operación policial recibió el nombre de «Atila» debido al origen del cabecilla de la mafia, Petru Arcan. Este peligroso traficante de mujeres había nacido en Moldavia, muy cerca del río Dniester, en la hoy autoproclamada República del Dniester o Transnistria, de donde, en el siglo V, procedían varias legiones de los hunos comandados por el conquistador Atila, hasta su muerte en el 453. Dicha operación, comandada por el subteniente, concluyó con numerosas detenciones y, lo que es más importante, con la liberación de ocho mujeres secuestradas por la red mafiosa, dos de las cuales trabajaban en el conocido club Joy de Majadahonda. Señalo intencionadamente el local por si a sus clientes habituales se les indigesta el polvo del próximo sábado noche.
Pero creo que lo mejor es acceder directamente al testimonio de Nadia. Ella podrá, mucho mejor que yo, explicar a los asiduos de los prostíbulos madrileños y a los «altruistas» empresarios que los regentan cómo llegó a España. Ésta es la trascripción literal de su brutal relato. El particular descenso a los inflemos, la Divina «Tragedia» que tuvo que sufrir una moldava de diecisiete años.

Una testigo del infierno

«Yo tenía diecisiete años cuando fui secuestrada por primera vez por la red que desde Moldavia dirige Dimitri Saníson y Anatolie Rusu, quienes me enviaron a Turquía a trabajar como prostituta. Dimitri me amenazaba con matar a mi familia ante la más mínima rebelión. En Turquía nos controlaba Sveta, la esposa de Dimitri. Ella era la encargada de recaudar el dinero que nosotras ganábamos para enviárselo a su marido a Moldavia. El transporte en avión lo hacía alguna de las chicas. El dinero viajaba oculto en un preservativo, que era introducido en la vagina de la encargada de transportarlo. Recuerdo que, una vez, el preservativo con el dinero abultaba tanto que a la chica no le cabía en la vagina. Entre las demás compañeras tuvimos que aplicarle vaselina, hasta que logramos introducírselo y tardamos horas en conseguirlo.
»En cierta ocasión, yo viajaba en autobús desde Moldavia hasta Turquía enviada por Dimitri. Como siempre, con la amenaza de éste de matar a mi familia si no le obedecía. Al intentar cruzar la frontera de Bulgaria con Turquía, las autoridades turcas no me permitieron pasar. Decidí regresar a Moldavia y decirle a Dimitri lo que había ocurrido. Mientras esperaba un autobús que me llevara de vuelta a casa, acompañada de otra chica moldava de veintitrés años que también había sido secuestrada por Dimitri, se aproximó a nosotras un vehículo en el que iban tres hombres; luego supe que dos de ellos eran ucranianos y el otro búlgaro. Al ver cómo ellos cogían a la otra chica del pelo y la introducían en el vehículo, yo salí corriendo pero me alcanzaron. Había mucha gente mirando y nadie hizo nada por evitar que nos cogieran. Me forzaron a subir al automóvil y, como yo me resistía, uno de ellos sacó una jeringuilla y quiso inyectarme algo en el brazo. Yo forcejeé con él y le rompí la jeringuilla, pero consiguieron inmovilizarme.
»Después de una hora de camino, nos detuvimos en un pueblo de Bulgaria. No sé cuál, porque ellos impedían que mirásemos los carteles de la carretera. Entramos en una casa con un restaurante. A mí me condujeron a un sótano donde había una habitación y cerraron por fuera con llave. Estuve siete días durmiendo en una cama sin sábanas. Sólo salía de allí cuando pedía ir al servicio, y siempre conducida por uno de mis raptores. A los ocho días, nos obligaron a lavamos, a peinarnos y a pintamos la cara. Nos esperaba un gitano. Era un hombre bajo, gordo, de unos cuarenta y cinco años, que, según pude ver, era propietario de varios prostíbulos; compraba mujeres secuestradas y las vendía al mejor postor. El gitano gordo me dijo que yo tenía que trabajar en uno de sus clubes y acostarme con, al menos, cincuenta hombres al día. El horario de «trabajo» empezaba a las 11 de la mañana y terminaba cuando yo me acostara con el último de los cincuenta. Así tenía que estar dos meses, durante los cuales el dinero que ganara era para el gitano. Después de estos dos meses, el dinero lo repartiría conmigo al 5o por ciento, pero me dijo que el total del dinero siempre lo iba a guardar él. Yo le dije que no podía hacer aquello. Él al final decidió venderme al propietario de uno de los clubes en Creta (Grecia).
»Me trasladaron a otra casa. Allí había otras ocho secuestradas, una de ellas de diecisiete años y otra de diecinueve, madre de dos hijos. Tres días después nos facilitaron una camisa, unas zapatillas y dos latas de conservas. Estuvimos poco allí, porque en seguida nos llevaron, cruzando montes durante dos días, hasta Grecia. En aquel viaje nos acompañaba un búlgaro alto, flaco, de veinticinco años, que se inyectaba heroína cada poco rato. En Grecia nos recogió un hombre alto, rubio, de treinta y cinco o cuarenta años, que nos llevó en coche hasta Salónica. Era el propietario de unos clubes de alterne en la isla de Creta. Había pagado 35.000 marcos alemanes —16.828 euros— al gitano por cada una de nosotras. El gitano nos había mostrado a todas y el búlgaro nos eligió a otras dos chicas y a mí. Por el camino supimos que nos había comprado billetes de avión con nombre falso. En el aeropuerto, cuando ya habíamos pasado el control policial para embarcar, yo salí corriendo y me agarré al brazo de un policía de servicio. Le grité que me habían secuestrado, que me llevaban a la fuerza a Creta, que otras dos chicas, al igual que yo, viajaban en el avión que yo iba a tomar. Los policías las detuvieron y nos trasladaron a una comisaría y después nos metieron a las tres en la cárcel durante 7 días, para deportarnos después a nuestro país.
»La Policía griega me pagó el billete de tren hasta Sofia y desde allí a Bucarest tenía que pagármelo yo, que no tenía ni un duro. En aquel tren era peligroso viajar porque en una de las paradas a veces subían rusos, albaneses o búlgaros y se llevaban a todas las mujeres jóvenes que viajaban, aunque fueran acompañadas de sus maridos o sus padres. Los mafiosos pagaban u obligaban bajo amenaza de muerte— a los maquinistas del tren para que parasen el convoy donde ellos quisieran, aunque no hubiera estación. A los hombres que viajan con las mujeres, si oponen resistencia, les ponen pistolas o cuchillos en el cuello, o los matan directamente. Aquella vez ocurrió. El tren se paró en medio del campo y cuando los negreros entraron, una señora mayor que viajaba con su marido en mi mismo vagón me dijo que me escondiera en una abertura que había bajo los asientos, en el suelo. Así lo hice y así me pude salvar de otro secuestro. De las casi So mujeres jóvenes que iban en el tren, sólo yo llegué a Sofia.
»Pero cuando llegué a la estación de Chisinau ——capital de Moldavia— me estaba esperando Dimitri. A los dos días nuevamente iba en avión, esta vez camino de Turquía. Poco después, Dimitri, al comprobar que en Turquía no recaudaba suficiente dinero, decidió enviamos a España a trabajar como prostitutas o bailarinas de striptease.
»Llegamos a Madrid con pasaportes polacos falsos. Los hombres de Dimitri que nos esperaban nos llevaron a vivir a un piso del número 22 de la calle Federico Grases, en el barrio de Carabanchel de Madrid. De allí salíamos cada día a trabajar hasta la extenuación para esta gente. Además de explotamos a nosotras, un día Dimitri Samson tuvo la idea de montar en Madrid una agencia matrimonial para vender mujeres moldavas a cuatro millones por cabeza. Esas mujeres, una vez casadas, tendrían que separarse de sus maridos españoles y exigirles una pensión de 100.000 pesetas mensuales, dinero que, lógicamente, tendrían que entregar a la red. En el plan de Dimitri, esas mismas mujeres se utilizarían después para nuevos matrimonios y nuevas separaciones. Al final no lo ha podido llevar a cabo.
»En Turquía y en Moldavia, dos mafiosos de Dimitri, un moldavo llamado Pavel y un ucraniano al que conocíamos por Iván, eran los encargados de propinamos terribles palizas si no obedecíamos sin rechistar las órdenes de Dimitri. Es más, en Turquía, a Sveta, la mujer de Dimitri, a la hora de controlamos, le ayudaba la esposa de Iván, una tal Tamara. Aquí en España, el encargado de vigilarnos era otro moldavo. Se Dama Valentín Cucoara. Durante el camino en automóvil de Moldavia a España, Dimitri nos describía a Valentín como un buen tipo, pero nos advirtió que era capaz de destrozar a una persona cuando se enfurecía. En Moldavia había trabajado como matón a sueldo de algunos mafiosos dando palizas a los que no se sometían a la disciplina de los delincuentes. En Madrid pronto supimos cómo era Valentín Cucoara. Nos pegaba, nos violaba y se quedaba con el dinero que ganábamos nosotras para enviarlo después a Moldavia, a la organización. Era un hombre muy violento, que maltrataba y violaba sistemáticamente. Algunas chicas se acostaban con él a cambio de que les permitiera quedarse con un poco de dinero del que ganábamos, aunque sólo fuera para comprar tabaco.
»Un día, Valentín me sorprendió haciendo averiguaciones sobre Dimitri. Se puso como una furia. Me sacó del piso de Carabanchel y me llevó a un descampado. Allí me puso de rodillas y sacó una pistola. Creía que me iba a matar, pero empezó a darme golpes con ella por todo el cuerpo. Estuvo mucho rato pegándome sin piedad. Volví a Carabanchel con todo el cuerpo lleno de moretones. Valentín dio orden e instrucciones a los dueños de las salas de strip—tease donde trabajábamos para que no nos dieran ni un día libre, así podía mandar más dinero a Dimitri y Anatolie. Seguro que en Chisinau estarían contentos con él ... »
Esto es parte del testimonio de Nadia. Y lo más atroz es que no es una excepción. Yo mismo, durante todos los meses que permanecí sumido en el mundo de las mafias de la prostitución, conocí a docenas, quizá centenares de prostitutas rumanas, colombianas, nigerianas, brasileñas, ucranianas, dominicanas, polacas, senegalesas, rusas, etc. que habían sufrido periplos similares. Cualquiera de las chicas que ejerce la prostitución en la Casa de Campo de Madrid, en el Raval de Barcelona, en El Grao de Valencia, en El Pombal de Santiago, o en los sofisticados clubes de carretera de Marbella, Bilbao o Sevilla, tiene una brutal historia personal detrás. Y, por supuesto, incluyo a todas las prostitutas que trabajan en todos los locales con placa o sin placa de ANELA— Le guste a los neonazis o no.

Toni Salas, de profesión proxeneta

A medida que me acercaba a las mafias del tráfico de mujeres, la inquietud que me habían inspirado los cabezas rapadas se iba haciendo cada vez más insignificante. Comparados con los traficantes de mujeres, los skinheads son una pandilla de angelitos, fácilmente manipulables. Es evidente que si los neonazis me hubiesen descubierto grabándoles con una cámara oculta, habría tenido que soportar una brutal agresión, pero al lado de un calibre 38, las botas, los puños americanos o los bates de béisbol de los cabezas rapadas me parecían inocentes juguetes. Por eso sabía que debía esforzarme mucho más en conocer a fondo el mundo del crimen organizado antes de intentar introducirme en él. Y debo reconocer que dos mujeres me ayudaron mucho a familiarizarme con el mundo de la prostitución: Isabel Pisano, autora de Yo puta, y Valérie Tasso, autora de Diario de una ninfómana. Ambos textos son fundamentales para comprender a las profesionales del sexo.
Me reuní con Isabel Pisano en un lujoso apartamento de la Plaza de España de Madrid. Desde aquel ático se puede gozar de una panorámica extraordinaria de la capital. Desde tan alto resultan también lejanos los dramas humanos que se encierran en los corazones de las chicas que patrullan, día y noche, la calle de la Montera, la Gran Vía, o la Casa de Campo de Madrid, en busca del hombre que pague un puñado de euros por irse a la cama.
Antes de acudir a la cita me empollé a fondo el Yo puta, y creo que a la Pisano le gustó ver que mi ejemplar estaba lleno de párrafos subrayados y anotaciones en los márgenes. Isabel, como yo, utiliza los libros a fondo, los exprime, los usa como una herramienta de trabajo y no como un mero elemento decorativo en la estantería.
Cuando nos reunimos, la famosa periodista, viuda de Waldo de los Ríos, acababa de regresar de Nigeria, tras realizar un reportaje para la revista Marie Claire —publicado en el número de mayo del 2002 sobre Safiya Husseini Tungar—Tudu. Safiya es la mujer condenada a morir lapidada por haber cometido un terrible crimen contra la ley coránica nigeriana. Osaba seguir viva después de haber sido violada. Además la Pisano trabajaba en esos momentos en su futuro libro, tan audaz como temerario, en tomo a la oscura trastienda del 11—S: La sospecha. Un libro, como toda la obra de Pisano, fundamental. Y debo agradecerle que se tomase un respiro de su nuevo trabajo, para volver a repasar conmigo sus investigaciones en el mundo del sexo profesional.
Toda la información que me facilitó, así como los contactos y consejos con que me obsequió, fueron imprescindibles para poder salir airoso en los contactos que luego llegué a tener con alguna de las mafias africanas que operan en España.
—Las mafias nigerianas, junto con las mafias eslavas, croatas y de Kosovo, son las peores, porque son capaces de decapitar, de mutilar, de hacer desaparecer... y de las niñas ya no se vuelve a saber más. 0 sea, la vida de una cría de éstas no vale nada. Es de repente un cuerpo desmembrado en la morgue. No tiene nombre, ni cabeza, ni huellas digitales, ni nada. Es alguien que se va sin una oración, sin una flor, de la peor de las maneras. Y normalmente en plena juventud...
Estas palabras de Isabel Pisano, que transcribo literalmente del minutado de la cinta, se incrustarían en mi mente, y volverían a aflorar una y otra vez desde el inconsciente, a medida que me hundía, cada vez más y más, en los submundos del tráfico de mujeres;

«... un cuerpo desmembrado en la morgue...
alguien que se va sin una oración, sin una flor ... ».

Barcelona, Belaqua, 2003.


En nuestra entrevista, la autora de Yo puta me habló de muchas de las meretrices que había conocido durante su investigación, pero de entre todas ellas había una de la que me hablaba con un cariño especial. Se trataba de una prostituta de lujo de origen francés, afincada en Barcelona, con la que había estrechado grandes vínculos afectivos años atrás. Llegó a insistirla una y otra vez para que escribiese su historia y la diese a conocer. Esa mujer es Valérie Tasso, y a la insistencia de Isabel Pisano se debió, en buena medida, la publicación años después de Diario de una ninfómana.
Mi primer encuentro con Valérie Tasso se produjo en un céntrico apartamento de Barcelona. Allí descubrí a una mujer extraordinariamente inteligente, sofisticada y atractiva. Políglota, doctoranda universitaria y alta ejecutiva de empresa, nada más alejado de la imagen que se supone propia de una cortesana.
Al principio se había mostrado muy reacia a recibirme, pero me bastó mencionar el nombre de Isabel Pisano para que accediese a la reunión. Sin embargo pude detectar su desconfianza cuando le expliqué el objeto de mi visita y mi intención de introducirme en las mafias de la prostitución.
Nuestra primera entrevista no resultó demasiado productiva. Por un lado comprendía su desconfianza, pero reconozco que me sentí un poco frustrado. Valérie había sido una prostituta de lujo y conocía, desde dentro, el mundo en el que yo deseaba introducirme. Sin embargo, cuando tiempo después, tras la lectura de su libro, pude conocer su historia personal, las cosas cambiaron. En aquellas páginas se encontraban muchas pistas y datos de los que ella no había querido hablar en nuestro primer encuentro. Y el caso era que la mayoría de las cosas que la francesa apuntaba entre sus textos me resultaban familiares. De hecho, me parecía que las había leído en algún sitio antes, así que me sumergí en mis archivos, que iba engrosando de un modo alarmante, y repasé una y otra vez los miles de artículos de prensa, dossieres e informes sobre el mundo de la prostitución que iba apilando en mi casa. Y por fin apareció. Estúpido de mí, tendría que haber buscado en primer lugar en el sitio más obvio: el libro Yo puta de Isabel Pisano.
La Pisano le había cambiado el nombre, la nacionalidad y todos los rasgos personales que pudiesen identificar a Valérie Tasso, pero sin duda era ella. Entre las páginas 55 y 82 de Yo puta, la ex de Waldo de los Ríos relata la historia de Carlotta, supuesta aristócrata italiana de veintitrés años, que trabajaba en un burdel de lujo de Barcelona cuando fue entrevistada por Isabel. Ni italiana, ni aristócrata, ni Carlotta, pero las cosas que narraba aquella meretriz eran las mismas que, mucho más desarrolladas, relata Valérie Tasso en su libro. Inmediatamente envié un e—mail a la autora de Diario de una ninfómana preguntándole si mi intuición era correcta. Y touché. Valérie no sólo reconoció que ella era la Carlotta de Yo puta, sino que se sentía entusiasmada porque alguien hubiese leído su libro «con tanto interés y perspicacia» como para darse cuenta de que ella y la aristócrata italiana eran la misma persona. Así que volví a Barcelona, y esta vez cambió tanto la actitud de Valérie Tasso, que a partir de entonces, en todos los encuentros que se siguieron, me facilitó informaciones valiosísimas para conocer y comprender a las prostitutas. Aprendí a humanizarlas y a encontrar un camino accesible hacia ellas, hasta llegar a convertirse en cómplices inconscientes de mi investigación. Quiero dejar claro que ninguna de ellas supo que yo era un infiltrado y nunca colaboraron voluntariamente en este trabajo, de lo contrario serían contundentemente castigadas por sus proxenetas. De hecho, una de las razones por las que mi identidad continuará oculta es precisamente ésta, la de impedir que los proxenetas puedan identificarme con el supuesto mafioso que charlaba tanto con sus rameras. Y, por si eso pudiese llegar a ocurrir, es importante que afirme enérgicamente que yo soy el único responsable de esta investigación y de las indagaciones policiales, detenciones y procesamiento de varios traficantes de mujeres que ha originado mi trabajo. Ninguna de las meretrices que me facilitaron información lo hizo conscientemente.
Aunque para esas diligencias y detenciones, todavía tendrían que transcurrir muchos meses. Antes debería conocer mucho mejor, no sólo la psicología de las profesionales del sexo, sino de todos los elementos que confluyen en torno al mundo de la prostitución como son los propietarios de clubes, camareros y vigilantes de los burdeles; los proveedores de preservativos, lubricantes y otros elementos para los locales; los abogados, ONG y hasta videntes que se lucran de la candidez de las rameras; los mafiosos, proxenetas y traficantes; los taxistas, recepcionistas de hotel o camareros de restaurante que se llevan una comisión aconsejando a sus dientes a qué burdeles pueden acudir; los productores y editores de porno; los diseñadores de páginas web; los telefonistas eróticos... El negocio del sexo de pago es un gigantesco iceberg, de colosales dimensiones, en el que las prostitutas no son más que un insignificante pedazo de hielo que aflora sobre la superficie.
Y quienes mejor lo saben son las organizaciones humanitarias que se ocupan de ayudar a las víctimas del negocio del sexo, la mayoría inmigrantes ilegales, como las que supuestamente los skins de España querían expulsar del barrio valenciano de Russafa, pero que en realidad terminaban trabajando en los locales de ANELA.
Organizaciones como ALECRIN en Galicia, APRAMP, ETAIRA, o las oblatas en Madrid, o AMNOT en Valencia, esta última, dirigida por la entrañable ex prostituta Paquita de Lucas, erigida como enemiga incondicional de José Luís Roberto y lo que ANELA representa. A todas esas organizaciones humanitarias debo también muchos de los contactos y formación iniciales, para convertir a Toni Salas en un convincente traficante de mujeres. Y sobre todo la posibilidad de conocer a algunas de las personas que, de una forma u otra, han sido cruciales en esta investigación.
Otros fueron apareciendo en mi camino de forma aleatoria, como Jesús o Paulino, en Cataluña y Galicia respectivamente. Dos consecuentes y consumados consumidores, puteros compulsivos con años de experiencia, que me abrieron las puertas de los puticlubs de toda España y parte de Portugal. 0 personajes como Manuel, el adinerado empresario barcelonés que me permitiría acceder a las agencias de lujo donde ejercen como prostitutas conocidas presentadoras, actrices y modelos. O Juan, colaborador de los Servicios de Información, que me mostraría la desconocida relación entre las prostitutas y el mundo del espionaje. 0 Rafael, santero cubano, habitualmente consultado por las rameras africanas, obsesionadas con los poderes mágicos de los mafiosos, que me iniciaría en la dimensión menos conocida de los traficantes de mujeres.
Todos ellos contribuirían, en mayor o menor medida, a convertirme en un convincente chulo y traficante. Lo suficientemente convincente como para intentar acercarme hasta los verdaderos mafiosos, que en la España del siglo XXI compran y venden mujeres, o niñas, para nutrir de carne fresca los burdeles, donde los respetables ciudadanos de la Europa del euro intentan satisfacer todas sus fantasías y perversiones.

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