Tuesday, February 28, 2006

Capítulo 3


Las samaritanas del amor


Son infracciones graves: Encontrarse irregularmente en territorio español, por no haber obtenido o tener caducada más de tres meses la prórroga de estancia, la autorización de residencia o documentos análogos, cuando fueren exigibles, y siempre que el interesado no hubiere solicitado la renovación de los mismos en el plazo previsto reglamentariamente.

Ley de Extranjería, art. 53, a.

Conducía por la Nacional VI mientras José Luís Perales cantaba a las «Samaritanas del amor» desde la radio del coche. Alguna emisora radiofónica había rescatado del olvido aquellos temas españoles de los ochenta, y ninguno podía ser más oportuno en aquel momento que el disco Amaneciendo en ti, de Perales:
Samaritanas del amor, que van dejando el corazón entre la esquina y el café, entre las sombras del jardín o en la penumbra de un burdel, de madrugada. Muñecas frágiles de amor, que dan a cambio de una flor el alma.
A medida que ganaba kilómetros, a ambos lados de la carretera iban desfilando los neones luminosos de docenas y docenas de prostíbulos, que atraían mi atención con sus letreros resplandecientes y sus nombres provocadores. Todos ellos repletos de aquellas «Samaritanas del amor» a las que cantaba Perales:
A esas chicas alegres de la calle, que disfrazan de brillo su tristeza, compañeras eternas del farol, del semáforo en rojo y del ladrón, que sueñan la llegada de alguien, que tal vez les regale un perfume de clavel, y las quiera. Samaritanas del amor...
Hoy sé que no habría tenido ningún problema si hubiese aparcado el coche y hubiese visitado cualquiera de aquellos burdeles de carretera, sin llevar conmigo la cámara oculta. Podría haber entrado a tomarme una copa y haber vuelto a salir sin que nadie me hubiese hecho preguntas indiscretas, pero eso lo sé ahora, no en aquel momento. Así que me limité a conducir, ordenando mis pensamientos y repasando todas las tareas que me aguardaban en Galicia y Asturias.
Mi intención era contactar con un periodista de Gijón y con una ONG de Vigo: Grupo de Estudios Sobre la Condición de la Mujer (ALECRIN), que gestiona dos casas de acogida y un piso tutelado para ex prostitutas, así como dos Centros de Día y una unidad móvil que recorre las principales ciudades gallegas asesorando a las fulanas. A esta organización debo los primeros contactos con prostitutas, que me acercarían un poco a algunas mafias del tráfico de mujeres en España. Además, ALECRIN cuenta con la única biblioteca, hemeroteca y videoteca existente en Galicia especializada en este tipo de temas.
Pero también tenía la intención de entrevistarme con un siniestro personaje, sobre el que me habían informado en la Brigada Central de Extranjería de Madrid. Había acudido allí, al igual que a la unidad de la Policía judicial de la Guardia Civil, en busca de pistas a seguir y consejo para mi nueva infiltración. Una cabriola inesperada del destino quiso que me encontrase, en aquella comisaría central, con un joven inspector con quien había coincidido cuatro años atrás, durante mi infiltración en un colectivo muy diferente al que ahora me ocupaba. Aquel inspector acababa de terminar su formación en la Academia de Policía de Ávila y realizaba sus prácticas en el campo delictivo que yo estaba investigando en aquel momento. Supongo que nuestra edad —los dos de la misma quinta— nos ayudó a hacer buenas migas. Sin embargo, después de aquello le había perdido la pista, y la providencia quiso ponerlo de nuevo en mi camino, cuando más necesitaba de alguien que me echase una mano en un tema tan nuevo y desconocido para mí.
El inspector José G. me facilitó mucha documentación útil y me puso en contacto con sus superiores. Casi un año después aquel contacto sería de fundamental importancia para conseguir que mi infiltración tuviese una repercusión judicial y varios traficantes de mujeres a los que yo grabé durante mi infiltración terminasen en prisión. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Baste decir que el inspector José G. fue el primero en hablarme de quién sería mi mentor en el mundo de la prostitución.
—Toni, yo no te he dicho nada a nivel oficial ¿vale?, pero la persona que más sabe sobre este tema en España es un tipo que vive en Galicia y que trabaja como... digamos que colabora con los Servicios de Información... tú ya me entiendes. Éste es su teléfono. Dile que llamas de mi parte y te atenderá. Nosotros hemos hecho muchos trabajitos con él y sabemos que maneja muy buena información, pero es un poco difícil de carácter. Estos tíos son muy desconfiados. Pero si le caes bien te puede ayudar más que nadie.
Y así fue. José Luís Perales continuaba su particular homenaje a las mesalinas desde la radio del coche, mientras yo detenía el vehículo en una estación de servicio para repostar y volver a telefonear a Juan. De nuevo saltaba su buzón de voz y de nuevo volví a dejarle un mensaje. «Hola, soy Antonio Salas. Le llamo de parte de José, de la Brigada de Extranjería. Voy camino de Santiago y me gustaría verle porque creo que podemos ayudamos. Le dejo de nuevo mi número de móvil. Por favor, llámeme cuando escuche este mensaje ... »
Y me llamó. Acordamos encontramos en un popular restaurante del casco antiguo de Santiago al día siguiente. Su afición por el buen yantar tan sólo es superada por su afición a las mujeres y al dinero. Hombre de una refinada inteligencia, sin duda superior a la media, y con un punzante sentido de la ironía, trabaja desde hace años con diferentes Servicios de Información. Lo que ha visto y vivido en estos años ha terminado por convertirlo en un escéptico desencantado del género humano. Y sin duda mi amigo, el inspector de Extranjería, no exageraba al decirme que nadie podría ayudarme más que él.
La diferencia entre el trabajo de los policías infiltrados y el mío es que en mi caso no existe ningún apoyo ni cobertura. Cada año se desarrollan en España una media docena de investigaciones criminales contando con agentes infiltrados. En esos casos todo el departamento policial pertinente elabora una «leyenda», es decir, un convincente pasado falso del agente infiltrado, incluyendo documentación, puesto de trabajo, vivienda, etc. Los fondos del Ministerio del Interior o del Ministerio de Defensa permiten contar al infiltrado con una leyenda convincente.
Además el infiltrado perteneciente a los Servicios de Información tiene un «controlador» que vela por su seguridad en todo momento. El «controlador» es un compañero del infiltrado que está al corriente de todos los avances de la investigación, viaja a los mismos lugares que él y le sigue 24 horas al día, manteniendo un código de señales entre infiltrado y controlador, para advertirse de cualquier problema o imprevisto. Es su particular «ángel guardián» encargado de prevenir la enfermedad de los topos, el mal que afecta a todos los infiltrados si la misión se prolonga demasiados meses en el tiempo: el «entrampado». Cuando te ves obligado a vivir una vida diferente a la tuya, 24 horas al día y durante meses o años, es posible que tu propia personalidad se vea enganchada al personaje que estás interpretando, lo que deriva en serios problemas psicológicos que pueden poner en peligro la misión del infiltrado. El deber del controlador es detectar los primeros síntomas de ese mal del topo, para poder sacar a su compañero antes de que sea demasiado tarde.
En la historia policial española existen casos brillantes que demuestran lo efectivo que puede resultar el uso de infiltrados a la hora de combatir el crimen. Un ejemplo elocuente es el de la policía E. T. B., conocida en círculos abertzales como Arántzazu Berradre, que permaneció durante años infiltrada en grupos nacionalistas vascos hasta conseguir llegar a ETA y contribuir a la desarticulación del comando Donosti. En cuanto a los servicios secretos, el actual CNI y el anterior CESID también han desarrollado misiones con infiltrados en grupos de crimen organizado o bandas terroristas, con excelentes resultados. El ex coronel Juan Alberto Perote desarrolla una de esas misiones operativas en su libro Misión para dos muertos, editado por Foca.
Desgraciadamente yo no contaba con el apoyo de ningún organismo oficial. No tenía una leyenda ni un controlador. No disponía de fondos reservados ni de más ayuda que mi propio ingenio y mi capacidad de improvisación y aprendizaje. Y debo reconocer que el agente Juan me ayudó notablemente a elaborar mi propia leyenda.
Con Juan aprendí las cosas más importantes que después debería poner en práctica para acceder a los traficantes. Sus consejos fueron de un valor incalculable para formar mi personaje y para aprender a obtener información de los camareros, vigilantes y chicas de los burdeles.
—Si quieres que una puta te dé información, jamás, y digo jamás, te acuestes con ella. Y sí lo haces, no lo hagas en el club, ni le pagues por follar. Si subes con una puta en un club y te la follas, para ella serás un cliente, no un amigo. Y a los clientes se les saca la pasta, no se les da información. Así que te guardas la chorra y te aguantas. Y si ves que te ponen muy cachondo, porque las condenadas saben ponerte cachondo, te vas al cuarto de baño y te haces una pajilla. Ya verás como después sales más calmadito y puedes seguir hablando con ellas sin pensar en tirártelas.
Así de claro, contundente y elocuente es Juan. Conoce el negocio de la prostitución mejor que nadie. Y me lo demostró en infinidad de ocasiones. Pero, como él dice, el camino se hace caminando, Esa noche, y por primera vez en mi vida, entraba en un local de alterne. Y el resultado no podía ser más desastroso.
Juan se empeñó en ponerme a prueba en un local concreto, el Vigo Noche. Creo que estaba más nervioso cuando franqueamos aquella puerta, que cuando entré por primera vez en el Bernabéu rodeado de Ultrassur. No tenía ni la menor idea de cómo era un prostíbulo. Aún no sabía cómo tenía que comportarme, ni de qué hablar, ni dónde demonios meter las manos, que no hacían más que incordiarme. Y creo que el agente se dio cuenta, porque la sonrisa burlona le delataba. Además, para terminar de intranquilizarme, justo antes de entrar en el burdel y nada más bajarse del coche, ocurrió algo insólito. Juan rodeó el vehículo hasta la puerta derecha donde yo me encontraba, y dijo: «Mejor no entro con la pipa, que para follar siempre estorba». Seguidamente, con la mayor naturalidad, se sacó de debajo de la americana una flamante Glock del calibre 9mm parabellum, le sacó el cargador y la guardó en la guantera. Era lo que menos necesitaba para tranquilizarme.
El Vigo Noche es un prostíbulo relativamente pequeño. Pese a ello, unas 10 0 12 chicas esperaban pacientemente a que algún diente las invitase a una copa o accediese a subir con ellas a las habitaciones. Nos acomodamos en la barra, entre un grupo de tres tipos con aspecto de ejecutivos estresados y dos chicos jóvenes que no terminaban de decidir cuál de las fulanas sería la elegida para un trío con ellos.
Juan se pidió un vodka con naranja y yo le imité. No fuma, pero yo no podía evitar encender un cigarrillo detrás de otro.
—Tranquilo, chaval, que no muerden. Además aquí no hay jaleo. El dueño del local es un policía amigo, así que no te preocupes. Éste es un garito tranquilito para empezar.
—¡Joder! ¿Un poli? Pero ¿hay mucho poli metido en esto? —¡Pero qué pardillo eres! Pues claro. Aunque hay más guardia civil. Es normal, se pasan todas las noches patrullando por las carreteras, ¿y dónde se van a meter a tomar una copa a las 4 o las 5 de la mañana? Después’ ven la cantidad de dinero que se mueve en este negocio y se preguntan: «¿Por qué voy a estar yo arriesgando la vida por 200.000 pesetas al mes, cuando estos cabrones, o los narcos o los etarras se levantan diez veces más?». Mira, en el CometaG de la Nacional VI, por ejemplo, les salían las copas gratis a todos los guardias civiles, poniendo por detrás del ticket «GC». Además, el padre de los dueños también fue guardia civil. También El Reloj, que ahora se llama Yin Yang, estaba a nombre de la mujer de un guardia civil. Y en una redada de la Policía Nacional en el Moulin Rouge de Monte Salgueíro, se encontraron con un sargento de la Guardia Civil en la entrada que no les dejaba pasar, porque estaba metido en el ajo. 0 el del Osiris, que es de tus amigos de ANELA, también había ahí un guardia civil... ¿Cómo no les van a dar un premio los de ANELA a la Guardia Civil, si algunos casi son socios?
Mi capacidad de sorpresa iba creciendo a la vez que mis nervios ante las revelaciones del agente. Sus burlas sobre mi inquietud eran más que comprensibles, ya que no hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que mi mano temblaba más de lo normal al aplicar la colilla del cigarrillo anterior al que pretendía encender ahora. Fue en ese momento cuando ella se me acercó.
No era demasiado agraciada. Al menos no era mi tipo. Me dijo que se llamaba Dalila, pero sé que era un nombre falso. Sin embargo, su acento delataba su nacionalidad colombiana. Cuando me preguntó mi nombre, miré a Juan, como pidiéndole permiso para hablar. Y sólo me encontré con una carcajada despectiva. Estaba claro que mi cara debía ser de lo más elocuente. Dalila se armó de paciencia para intentar mantener una conversación conmigo, pero yo estaba demasiado nervioso como para vocalizar con claridad y sin tartamudear.
—Soy To—to—toni. —Pues encantada, To—to—toni. Lo que me faltaba. Hasta la ramera se burlaba de mí. Toda la teoría que había empollado sobre las mafias de la prostitución se había ido al gárrete. Y una vez más la experiencia me demostraba que en el campo de las infiltraciones, sólo sabes cómo vas a reaccionar cuando te encuentras sobre el terreno. Y yo no podía reaccionar peor. Desde luego, si intentaba infiltrarme entre los mafiosos demostrando aquel control de la situación, no iba a durar vivo ni dos telediarios.
—¿Qué pasa? ¿Te comió la lengua el gato? ¿0 es que no te gusto? —No, no, no es eso. Es que... na—nada. —Pues si nadas, invítame a una copa y así nos ahogamos los dos. Volví a mirar a Juan, esperando un gesto, una señal que me orientase sobre lo que debía hacer, pero él ya estaba muy ocupado charlando animadamente con una chica de color, que parecía conocer de toda la vida, y aparentemente no me prestaba ninguna atención. Así que, como siempre, tendría que salir solo del atolladero. La colombiana se pidió un benjamín de champán, lo que encarecía la cuenta en 5.000 pesetas más. Y yo no sabía cómo afrontar el tema que me había llevado allí.
—¿Llevas mucho en Espa—paña? —Tres meses.
—¿Y cómo viniste? ¿Te trajo alguien? —¿Y a ti qué te importa? ¿Vamos a follar o no? Estaba claro que ése no era el modo de hacer las cosas. Dalila estaba en su terreno y yo me encontraba más perdido que un pulpo en un garaje. Mi torpeza no podía ser mayor. Una sonora carcajada a mi espalda me demostró que Juan estaba pendiente de mi conversación con la colombiana, al mismo tiempo que charlaba con la negrita. Sin apenas mirarme, me susurró al oído: «Lo llevas crudo, chaval, vamos a subírnoslas y veremos si tienes más suerte».
Las palabras del agente me aterrorizaron aún más. Apenas había tenido tiempo para tantear el terreno en el que me movía, cuando él ya pretendía que pasase al segundo curso. Yo hubiera necesitado haber visitado varias veces algún prostíbulo antes de subir al reservado con una prostituta en ninguno de ellos. Precisaba más tiempo para familiarizarme con ese tipo de locales, pero Juan no estaba dispuesto a concedérmelo. A una señal suya, la colombiana se me colgó del brazo empujándome hacia el fondo del local. Juan nos seguía abrazado a la imponente negraza que había escogido y que resultó ser además bailarina de strip—tease en el local.
—Oye, no sería mejor esperar un poco, tomamos otra copa y charlar con ellas un rato...
Mi guía no tenía ningún pudor en carcajearse abiertamente de mi timidez. Él se encuentra como pez en el agua en los burdeles de cualquier parte del mundo porque los conoce mejor que nadie. Desde África hasta Asia. Es su hábitat natural desde hace muchos años y por eso disfrutaba sádicamente de mi torpeza como aspirante a infiltrado. Sin embargo, yo continuaba insistiendo.
—No, en serio, no te rías. Me han dicho que en muchos garitos de éstos hay cámaras ocultas y que graban a los clientes, ¿no te da corte?
—Es cierto —me respondió Juan para mi sorpresa—, pero en éste no. Ya te he dicho que Lorenzo, el dueño, es muy amigo mío, y no te preocupes que aquí no te van a grabar la colita...
Para cuando me di cuenta, ya estaba junto a Dalila en el mostrador que existe al fondo del local, donde se pagan los servicios sexuales y las mesalinas recogen una toalla, una sábana limpia y un preservativo, antes de entrar en los dormitorios. Ignoro cuánto costó aquel servicio porque invitó Juan, pero imagino que oscilaría entre las 5.000 y las 8.000 pesetas. Tras pagar, las dos parejas nos separamos y entramos en dormitorios diferentes. Mi estancia en aquel lugar fue una de las experiencias más incómodas y desagradables de la investigación. Me sirvió para conocer la trastienda del negocio, pero no para comprender cómo los clientes pueden llegar a convertirse en adictos al sexo de pago. Falso, artificial, forzado y bochornoso. Un sexo vacío, soez e incómodo. Un enorme reloj de pared, que se me antojaba una especie de taxímetro, marcaba los treinta minutos contratados por el servicio. Treinta minutos interminables. Me sentí aliviado cuando volví a salir de la habitación, abochornado y con un incómodo sentimiento de culpabilidad. Por supuesto Dalila no me dio ningún dato útil, y aunque le dejé mi teléfono para que me llamase, nunca lo hizo. En cuanto llegamos de nuevo al bar se alejó de mí sin despedirse para entablar conversación rápidamente con un tipo seboso con la nariz más roja que un pepino, señal inequívoca de su alto grado de contaminación etílica, que intentaba mantener el equilibrio al final de la barra. No pude reprochárselo. De mí ya había sacado lo que buscaba, una copa y un servicio, y ahora iba a por otro diente.
Aunque yo ni estoy casado, ni tengo ningún compromiso –no como la mayoría de los clientes, que no consideran adulterio la relación con una prostituta— no podía evitar un agobiante sentimiento de culpabilidad. Pedí otro vodka y me dispuse a esperar a Juan, que tardó un buen rato en volver de la habitación. Lo hizo sonriente y abrazado a su negra, que no dejaba de susurrarle cosas al oído. Evidentemente se desenvuelve mejor que yo y estaba logrando que aquella chica le facilitara toda la información que yo no había podido obtener de Dalila. Allí mismo me prometí solemnemente que jamás volvería a repetirse lo que acababa de ocurrir en el Vigo Noche. A partir de ese día yo tendría el control de la situación y no volvería a dejarme llevar por los acontecimientos. Ahora ya sabía cómo eran los burdeles por dentro y no volvería a pagar la novatada. A Juan se le iba a terminar lo de reírse a mi costa.

Una Alicia en el país de las miserias

De la mano de Juan conocí muchos lupanares, burdeles y mancebías del norte de España. Desde el Trastevere del Valle de Trápaga en Vizcaya, hasta el Borgia, de Santander —su local gemelo, el Borgia II, está en San Vicente de la Barquera—, pasando por el Millenium de A Coruña, el Selva Negra de Solares en Cantabria, el Models de Oviedo, el Christine de San Sebastián, el Tritón de Lugo y un larguísimo etcétera. Muchos de ellos ostentan su placa de pertenencia a ANELA. La única condición que me ponía Juan es que no llevase la cámara oculta a menos que él me lo indicase expresamente. Y yo respeté siempre ese pacto.
Sin embargo, Juan no fue la única fuente, aunque sí la más importante sobre todo por ser la primera. Durante nuestros periplos por los prostíbulos de media España pude comprobar cómo en muchos —en casi todos— burdeles de carretera, era reconocido por las fulanas, por los camareros o incluso por los encargados, que lo saludaban cordialmente como si se tratase de alguien de la familia. Lamento no poder comentar algunas anécdotas extraordinarias que viví con él, ya que eso dificultaría su trabajo para los Cuerpos de Seguridad, pero puedo testificar que se trata de un verdadero profesional de la información y de la infiltración. Sólo otro de los personajes con los que conviviría durante todos estos meses recibía un trato similar, aunque por causas muy diferentes.
Me refiero al veterano putero Paulino, a quien conocí en un local perteneciente a ANELA llamado La Luna, situado en la Nacional VI, local en el que meses después, en diciembre de 2003, podría grabar con mi cámara oculta a Sonia Monroy actuando en el escenario del prostíbulo...
Paulino es el propietario de una agencia de prensa y de una pequeña productora de televisión que se gasta todo su dinero en furcias. Fuera de las ramerías, en su vida normal tiene todo el perfil del perdedor. Solitario, de aspecto desaliñado y con pocos amigos, sufre una verdadera transformación en cuanto entra en un puticlub. De pronto se convierte en un tipo audaz, extrovertido y seguro de sí mismo. Entre rameras se encuentra en su ambiente, quizá porque lleva toda la vida frecuentando mancebías, desde Cádiz hasta El Ferrol y tal vez por ese carácter extrovertido y seguro de sí mismo, se convirtió en una pieza clave en mi investigación. Normalmente, los clientes de los harenes no se miran a los ojos. Acuden al burdel solos o con amigos de confianza, buscando sexo o al menos compañía femenina. Los prostíbulos no son lugares a los que se va para hacer amigos o para charlar de fútbol. De hecho, a mí me resultaba fascinante apostarme en un extremo de la barra y observar el comportamiento de los hombres: nuestra patética forma de intentar parecer tipos duros e interesantes, nuestra ridícula actitud al insinuarnos a las fulanas, como si intentásemos seducirlas. Supongo que es una justificación inconsciente para convencernos a nosotros mismos de que aún podemos parecer atractivos a una mujer, aunque esa mujer sea una profesional que va a fornicar con el usuario por su dinero y no por su atractivo.
Normalmente los clientes eludían mi mirada cuando me sorprendían observándoles, pero Paulino no. Paulino controlaba la situación, era un veterano, y no tenía ningún reparo en charlar animadamente entre polvo y polvo. Yo he visto cómo se gastaba 70.000 y 80.000 pesetas por noche, subiendo con dos, tres y hasta con cuatro chicas distintas en diferentes burdeles.
Le caí simpático y yo utilicé esa ventaja. Me convertí en uno de sus compañeros de correrías y en cada nuevo viaje a su ciudad, me ofrecía a acompañarlo de burdel en burdel. Me pagaba las copas y los servicios ———que por supuesto yo jamás consumaba—, y aunque en infinidad de ocasiones intentó convencerme para que subiésemos juntos con una o dos fulanas, siempre conseguí convencerlo de que yo era demasiado tímido como para un trío o una orgía. De esa forma podía interrogar tranquilamente a mis fuentes, sin que él supiese a qué me dedicaba. Nunca su dinero estuvo mejor invertido.
No tardé en darme cuenta de que Paulino sufre una verdadera adicción. Adicción al sexo. Desafortunadamente para él, es un hombre poco agraciado físicamente. De hecho, he presenciado en varias ocasiones cómo alguna profesional llegaba a negarse a subir con él a causa de su aspecto y supongo que también a causa de su olor. Tampoco es un gran conversador, ni especialmente divertido. Sólo tiene dinero. Y a pesar de ser propietario de una productora y de una agencia de noticias, viste mal, vive en un cuartucho y su oficina parece más un trastero que una productora de televisión. Quizá porque casi todo su dinero lo invierte en el mismo lugar: su obsesión por las rameras.
—Tú piénsalo bien, Toni. Imagínate que conoces a una tía buena y te la quieres tirar. La invitas a cenar, ponle un mínimo de 5.000 pelas. Le regalas un ramo de flores, otras 5.000, La invitas a un par de copas, otras 5.000. Paga taxi para traerla y llevarla, otras 5.000. Al final de la noche te has gastado 20.000 pelas y nadie te garantiza que vayas a echar un polvo que, encima, será con una tía que igual no te la quiere ni chupar. Con esas pelas yo echo cuatro polvos con auténticas profesionales...
A pesar de lo soez de su testimonio, el empresario expresa la opinión de la mayoría de los puteros habituales de este país. Sin embargo, y pese a sus elocuentes cálculos matemáticos, intuyo que hay otros factores que influyen notablemente en la adicción al sexo y la dependencia de las prostitutas. Sé que Paulino buscaba refugio entre los muslos de las cortesanas porque pensaba que quizá allí encontraría algo que le hiciese sentirse mejor consigo mismo. Una y otra vez intentaba que, además de sexo, aquellas chicas le mostrasen cariño, comprensión y ternura... Y lo único que lograba era eyacular. Después, llegaba otra vez la frustración, la autocompasión, y entonces volvía a intentarlo con otra ya fuera en el mismo burdel o en otro diferente. Así, una y otra vez. En un viaje frenético de ramera en ramera, buscando en su quimera de la mujer perfecta lo que ninguna podía darle.
Valérie Tasso me había explicado que, durante los meses que trabajó como prostituta de lujo, se había dado cuenta de que los hombres consideraban que tanto ella como sus compañeras eran precisamente eso: las «mujeres perfectas».
—Nosotras nunca hacemos preguntas, ni reproches. Siempre estamos arregladas, maquilladas y dispuestas para complacer al hombre. Cuando el cliente llegaba a nosotras, se encontraba con una mujer atractiva, cuidada y a la vez comprensiva. Siempre dispuesta a escucharlo, a darle un masaje o a hacer el amor. Para ellos, nosotras éramos las mujeres perfectas...
Andando el tiempo constaté que esta opinión es compartida por muchos clientes habituales de los burdeles españoles, como Jesús, otro putero barcelonés gracias al cual conocí a algunos propietarios de prostíbulos catalanes. Al igual que Paulino, Jesús lleva toda la vida gastándose su dinero en fulanas... aunque intuyo que en su caso, su implicación en el sexo profesional se debió a que pasó de ser mero consumidor a formar parte activa del negocio...
Por supuesto —a diferencia del pacto que yo tenía con Juan—, yo no sentía ningún tipo de compromiso con Paulino y utilizaba el equipo de grabación siempre que lo consideraba oportuno. Desgraciadamente durante los años 2002 y 2003 los programas de cámara oculta realizados por Atlas—TV y por El Mundo—TV habían saturado el mercado televisivo, y la amenaza de las minicámaras se cernía sobre el mundo del delito como un peligro real y constante. Por eso era cada vez más difícil sortear la desconfianza de los delincuentes. Lo sé mejor que nadie porque durante el transcurso de esta investigación, en varias ocasiones, yo mismo tuve que soportar la pregunta más comprometida de mi oficio: «¿Y tú no llevarás una cámara oculta?».
Me ocurrió en prostíbulos de carretera, en reuniones con mafiosos y hasta en una de las agencias de prostitución de lujo que trata con famosas actrices, modelos y presentadoras de televisión. Todos ellos sospechan de un tipo que hace demasiadas preguntas, y ésa precisamente es la labor del periodista de investigación. Así que una y otra vez, había que retar a la fortuna, con lo que cada noche de grabación se convertía en una ruleta rusa, en la que no tenías muy claro si te iban a pillar o no. En esos momentos siempre me acordaba de mi compañero Diego, un cámara alicantino que fue sorprendido en un burdel de lujo malagueño, con su cámara oculta. La navaja de uno de los matones del puticlub rajó su carne, dejándole una elocuente advertencia en forma de cicatriz. «Y la próxima vez te meto la cámara por el culo, y te rajo el cuello en vez de la mano» —vino a decirle el matón, que en este caso no pertenecía a Levantina de Seguridad—. Yo no quería ninguna experiencia sexual con la cámara, ni que me afeitasen la yugular, así que procuraba ir con mucho cuidado.
Mis primeras grabaciones en los burdeles españoles son de pésima calidad. Tardé en habituarme al comportamiento que debía tener en los prostíbulos. Además, suelen ser locales con poca iluminación y con frecuencia, el sonido estridente de la música y la falta de luz hacían que las cintas fuesen absolutamente inútiles. Tenía que aprender a introducir la cámara en el local sin llamar la atención, buscar los lugares mejor iluminados y con menor sonido ambiente, controlar en todo momento a los vigilantes de seguridad y camareros que pudiesen sospechar de mí, y aprender a sacar información a las prostitutas recordando, cada noventa minutos, que debía cambiar las cintas y las baterías del equipo.
Los cuartos de baño de los burdeles terminaron por convertirse en mis santuarios. Cuando la presión, la angustia o el asco eran insoportables, acudía a los lavabos y allí, sentado sobre la taza, podía disfrutar de un momento de quietud para ordenar mis ideas, repasar los equipos de grabación, o simplemente repostar psicológicamente antes de volver a presenciar cómo hombres de toda edad y condición social, muchos de ellos respetados pilares de la comunidad, sobaban ansiosamente a chicas que podían ser sus hijas, o incluso sus nietas, antes de subir con ellas a los reservados, para intentar materializar sus fantasías más sórdidas. La mayoría sólo lo intentan.
Con el tiempo confirmé lo que también me había dicho Valérie Tasso, sobre los clientes que se convierten en dóciles patanes en manos de las rameras veteranas, una vez que entran en el dormitorio. Si la fulana es lo suficientemente hábil y experta, hará lo que quiera con el cliente y lo que no quiera no lo hará. Aunque le suplique besos en los labios, felación, sexo oral, fetichismo, etc., ella sabrá cómo hacer para que el varón eyacule sin necesidad de satisfacer sus fantasías. Y se reforzaba mi convicción de que los hombres somos unos seres patéticos y ridículos. Sobre todo cuando presenciaba el retorno del audaz amante, y podía escuchar cómo relataba a sus amigotes las maravillas que había hecho a la furcia, que gozaba como una zorra en sus brazos... Lamentable.
Sin embargo, tardé mucho tiempo en conseguir el primer testimonio realmente interesante. Y no fue por mérito propio, sino gracias a la ayuda inestimable de Ana Míguez, presidenta de la asociación ALECRIN, que me recibió en su despacho del centro de Vigo, en cuando le pedí ayuda.
Ana Míguez no sólo me facilitaría mucha bibliografía y documentación sobre el drama de la prostitución, sino que me pondría en contacto con algunas mujeres excepcionales. Como Carmen L., hoy una mujer felizmente casada, pero que todavía conserva en su cuerpo las heridas de su antiguo oficio. Y no es una alegoría. En las muñecas de Carmen pueden apreciarse con toda nitidez las terribles cicatrices de dos intentos de suicidio cortándose las venas.
Durante diecisiete años ejerció la prostitución de bajo y alto standing. Trabajó en burdeles de toda España, pero también era una de las meretrices más solicitadas en las fiestas privadas de los políticos y narcotraficantes gallegos, como Sito Miñanco. De hecho, mantuvo durante tres años un tórrido idilio con Eladio Oubiña hasta el mismo día de su misteriosa muerte. Oubiña perdió la vida la víspera del famoso 23—F ante sus ojos, a la salida de la discoteca La Condesa, en lo que podría haber sido un ajuste de cuentas. El responsable de aquella muerte jamás fue detenido.
Carmen, como todas las prostitutas, ha visto muchas cosas. Ha conocido, en los clubes donde trabajaba, a muchos empresarios, famosos y políticos, incluyendo algún alto cargo de la Xurita de Galicia, sadomasoquistas, coprófagos, travestidos, según ella afirmó ante mi cámara, que «después se manifiestan hipócritamente en contra de la prostitución en sus debates políticos o en sus intervenciones televisivas.» Precisamente ésos eran sus mejores dientes. Llegó a cobrarle a alguno de ellos hasta 100.000 pesetas, de las de hace veinte años, por una sesión de ultrasado y humillación. «Le gustaba que le pegaran. Me llevó a su casa y se puso unas bragas y un sujetador, y aunque sabía que era lo que le gustaba, a mí me costó mucho trabajo pegarle, y lo demás, más aún ... »
Desde que empezó en este mundo, con diecisiete años, siguiendo la tradición familiar —su madre también fue ramera—, hasta que terminó enganchada a las drogas, como muchas de sus compañeras, la vida de Cannen ha sido muy dura. Ahora, como trabajadora de ALECRIN, visita los burdeles de toda Galicia para asesorar, consolar y ayudar a las mujeres que están pasando por el infierno por el que ella pasó. Y al que sobrevivió. Porque a la prostitución o se la sobrevive o no, pero jamás es un episodio aislado en la vida de una mujer, o algo que cuando ellas quieren abandonan y se diluye en la memoria. Como diría el agente Juan, se convierten en «disminuidas sociales» a las que, tarde o temprano, alguien les recordará que fueron busconas.
ALECRIN ayuda a muchísimas chicas que en este momento están ejerciendo la prostitución y que luego, lógicamente, quedan muy agradecidas. De hecho, fue una de ellas la que primero accedería a hablar conmigo en su propio lugar de «trabajo». Fue un testimonio que recuerdo con especial intensidad, no sólo por ser el primero importante que pude recopilar, sino porque marcaría mi vida durante los siguientes meses o quizá para el resto de mi existencia.
El burdel donde conocí a Loveth no está demasiado lejos de la frontera con Portugal. El matón de la entrada, un tipo corpulento y con cara de pocos amigos, como todos los matones de burdel, nos franqueó el paso sin que su cara de póquer expresase ninguna emoción. Instintivamente abracé la pequeña mochila, intentando que el bulto de mi cámara oculta pasase desapercibido a los ojos del portero que, casualmente, llevaba la cabeza rapada. Quizá sólo tuviese un problema de alopecia, pero confieso que últimamente los calvos me ponen especialmente nervioso, aunque éste, afortunadamente, no llevaba ningún distintivo de Levantina de Seguridad...
El local, como la inmensa mayoría de los prostíbulos españoles, permanecía en semipenumbra. Sólo las luces coloristas de las máquinas de tabaco, pinchadiscos, o pinchavídeos, conferían a aquel antro un aspecto festivalero. Aquella falta de iluminación, orientada a que las chicas menos agraciadas tuvieran también la posibilidad de seducir a algún diente, por un lado me beneficiaba, porque mi mochila llamaría menos la atención entre las sombras del lupanar, sin embargo, por otro lado, también me perjudicaba, en tanto que dificultaba que el objetivo de la cámara captase poco más que sombras.
Siempre me fascinó observar en silencio. He visitado cientos de burdeles, pero en todos encontré una escena similar a la que vi en el primero. Sobadas por las miradas lascivas de los clientes, ellas bailan coreando la letra de todas las canciones que escupe el tocadiscos. Diez o doce horas al día encerradas en el garito, escuchando las mismas canciones una y otra vez, las convierte a todas en el coro fiel y perfecto que acompaña las voces de David Civera, Miguel Bosé, o Paulina Rubio, cuando brotan de los altavoces, intentando humanizar el mercado de la carne.
Aquel día, disimuladamente indiqué a Paulino un extremo de la barra, justo debajo de uno de los focos rojos que iluminaba parcamente el garito. Allí, al menos, mi cámara podría captar algún plano. Nos encontrábamos en ese club en concreto porque ALECRIN había accedido a marcarme a una de las muchas prostitutas que su asociación había ayudado. Después de una atroz odisea, la muchacha a la que yo quería hablar se había quedado totalmente desvalida, abandonada a su suerte en Galicia, cuando la ONG acudió en su auxilio.
—La pobre trabajaba en la Casa de Campo en invierno. Imagínate el frío que tienen que pasar, casi desnudas, a las tres, cuatro y cinco de la mañana, en la calle, y cobrando a 3.000 pesetas la felación y a 5.000 el completo. Un día le hablaron de un club en Orense que buscaba negritas y llamó. Le dijeron que se viniese para Galicia, así que se quedó con el dinero de dos servicios, unas 7.000 pesetas, y se cogió un autobús. Pero como no tenía ni idea de dónde estaba Orense, se pasó la estación dormida y terminó en Vigo. En cuanto se bajó del autobús, con las i.500 pesetas que le quedaban, la detuvo la Policía por no tener papeles, y la metieron en un calabozo todo un fin de semana. Como no había nadie de guardia, o el que estaba de servicio era un inepto, la encerraron hasta el lunes, y después la volvieron a dejar tirada, en la estación de autobuses, con sus i.500 pesetas. Llamó al club de Orense, donde la esperaban tres días antes, y claro, le dijeron que se volviese a Madrid. Y allí, sentada en un banco, muerta de hambre, de frío y de miedo, nos la encontramos nosotras. Le dimos de comer y le pagamos el billete de vuelta a Madrid, y ahora dice que soy su «mamá española».
La imagen de aquella joven, indocumentada, asustada, que no conocía a nadie, ni siquiera el idioma del país en el que se encontraba, abandonada y desvalida en la estación de guaguas de Vigo, me conmovía. No tardaría en comprobar que, efectivamente, aquella muchacha estaba tremendamente agradecida a ALECRIN por haberla ayudado. Sin embargo, en la ONG me dejaron muy claro que su agradecimiento no garantizaba que me revelase a mí lo que todos los nigerianos consideran «secretos de negros».
Pregunté por ella al tipo de la barra y a una señal suya una joven se nos acercó. Lo primero que me impresionó fue la juventud de Loveth. Su rostro apenas parecía el de una niña, aunque sus formas eran las de una mujer más que desarrollada. Sin duda sus gruesos labios, sus poderosas caderas y sus grandes pechos, cuyos pezones se marcaban a través de la liviana tela de su vestido floreado, tan corto como escotado, eran la mejor herramienta de trabajo de una profesional del sexo como ella.
Intenté establecer una conversación con la joven, pero como sabía que la música que sonaba a todo volumen y el barullo reinante en el local no me permitirían grabar sus palabras con nitidez, le pregunté lo que costaba subir a una habitación con ella. Me dijo que 6o euros y entonces me pareció muy poco dinero por mancillar aquel cuerpo, aunque más tarde averiguaría que en la mayoría de prostíbulos españoles cobran todavía menos. Asentí con la cabeza y Loveth me cogió de la mano y me condujo fuera del bar. Recorrimos un pasillo tan pésimamente iluminado como la barra del garito, y subimos las escaleras hasta la planta superior. Mientras subimos, ella por delante de mí, puedo contemplar sus largas piernas y su imponente trasero. Su diminutivo vestido apenas cubre el inicio de sus nalgas, y desde mi posición, un par de escaleras por debajo de ella, podría adivinar el tanguita que cubre ínfimamente sus partes más íntimas. Las carnes se adivinan prietas y duras, pero me resulta imposible calcular la edad de aquella muchacha. Mientras recorremos aquel tramo, y como intentando establecer una mínima relación humana con el hombre con el que supuestamente va a hacer el amor unos minutos después, Loveth entabla conversación:
—Así que Toni, ¿eh? —Sí. —¿Es nombre de verdad? —intuyo que sabe que la he mentido. —¿Y el tuyo? ¿Es de verdad? Y rompe a reír. Los dos reímos. Ambos sabemos que nuestros nombres son falsos, pero es una de las reglas de este juego. No existe ninguna razón por la que una prostituta deba ser sincera con su cliente. Ninguna pretende que lo sean. Todos mienten, pero no les importa ni a unos ni a otras. Al fin y al cabo sólo van a acostarse juntos, y los cuerpos desnudos pueden ser mucho más elocuentes que las palabras. Sin embargo, y para mi sorpresa, de pronto la nigeriana se detiene, se gira y me dice: «Tú tener razón, mi nombre de verdad es... Pero si tú amigo de ALECRIN, también amigo mío ... ».
Su reacción me ha cogido con las defensas bajas y aquel arrebato de sinceridad me hiere como un gancho directo a la mandíbula. Empiezo a sentir una incómoda sensación de culpabilidad por estar grabando a aquella joven sin su consentimiento y tengo la tentación de apagar la cámara en ese mismo momento. Pero no lo hago. Y ahora me alegro de haber continuado grabando. Era la primera vez que introducía mi cámara oculta en la trastienda de un burdel. Y era la primera vez que conseguía que una prostituta me contase, con detalle, su viaje hasta España a través de una traficante de mujeres. Además, de no haber grabado íntegramente aquella conversación, no podría transcribir literalmente las palabras de Loveth y con toda seguridad, algún imbécil, naturalmente varón, apostaría su vida a que habría aprovechado mi estancia con la joven en el dormitorio del lupanar para echar un polvo entre pregunta y pregunta.
—Oye, & qué tal te tratan aquí? ¿Estás contenta? —No. Yo querer marchar hoy y tu amiga decir que yo esperar aquí hoy para conocer a ti.
Al llegar al primer piso nos detenemos en una especie de mostrador donde una mujer de unos cincuenta años y aspecto desaliñado me pide el dinero. Pago. A cambio, la encargada le entrega a Loveth un preservativo, una toalla y una sábana limpia. Seguidamente entramos en uno de los dormitorios que existen en la parte superior del burdel y una vez solos, intento colocar la mochila con la cámara orientada de tal forma que Loveth entre en el plano lo más centrada posible. Ella se sienta en la cama mirándome como el cordero que aguarda la certera puñalada del matarife.

En la cama con «Amor»

Con un gesto de mis manos le indico que no quiero follar, sólo hablar.
—Pues... cuéntame un poquito, Loveth. —Cuéntame tú, ¿qué quieres que te cuente?
—No sé, un poco, algo, no sé...
—Tienes calor? Yo tengo frío. Me siento torpe. No es una situación a la que esté habituado todavía y aún no tengo claro cuál es el comportamiento de un cliente de prostíbulo, pero su indicación de que tiene frío me da una oportunidad de ser amable. Rápidamente me quito la chaqueta y se la coloco sobre los hombros. Ella me sonríe entre sorprendida y agradecida. Imagino que normalmente los clientes que pagan 6o euros para subir con Loveth a un dormitorio intentan quitarle la ropa y no ponerle más prendas. Su sonrisa, que parece iluminar sus grandes ojos negros, me envalentona para iniciar la entrevista. Lo que transcribo son las respuestas literales de Loveth tal y como están registradas en la cinta de vídeo. Su castellano es confuso pero inteligible.
—¿De dónde eres tú, de qué parte de Nigeria? —De Benin.
—Hay muchas chicas que vienen de Benin, ¿no? —Sí, muchas. —¿De la ciudad o de algún pueblo? —De Benin, Edo —Edo es el estado al que pertenece Benin City. —¿Cuánto tiempo llevas aquí en España? —Llegué hace dos años. —¿Y hablas tan bien español —Yo poco, yo hablé italiano antes. —Eres nigeriana, ¿no? —Sí.
—0 sea que fuiste de Nigeria a Italia...
—De Nigeria a Francia. En Francia poco tiempo, e Italia.
—¿De Nigeria a Francia, de Francia a Italia y de Italia a España? —Sí.
—¿En avión? —Sí.
Loveth tuvo mucha suerte. No tuvo que soportar el atroz viaje a pie, atravesando el desierto del Sahara, que han tenido que sufrir muchas de sus compatriotas. Ella tenía un sponsor, que sería además su madame o mamy, quien le pagaría el viaje en avión hasta Europa, eso sí, con la intención de amortizar lo antes posible su inversión.
—¿Y cómo llegaste aquí? ¿Te fueron a buscar al pueblo o cómo funciona eso?
—Mi jefa... Cuando yo estaba en mi país, una abuela católica, como mi madre, católica, hablar a mí. Mi familia no tener dinero, pero esta familiar sí tener dinero, mucho dinero. Y ella hablar con mi madre para llevar a mí a Italia. Decir que tiene bambino, hija allí, pero no tener chica para cuidar su hija.
—Y te fuiste a Italia... —Ella no dijo que yo iba a trabajar de prostitución... sólo iba a coger a su hija...
—Para cuidar a su hija... —Sí, que ella tenía que trabajar en fábrica. Pero cuando yo venir ella no tenía hija no tenía nada.
—¿Y tú no sabías que venías a dedicarte a la prostitución? —No. Yo no sabe. Mi jefa me no dijo así, ha dicho que yo venía a ayudar a ella, a hija. Cuando yo venir, ella no tenía hija. Ella prostitución también.
Empiezo a sentir cómo me hierve la sangre a medida que Loveth profundiza en su relato. Sin embargo, la joven no ha hecho más que empezar a describirme su terrible aventura europea. Porque nada más aterrizar en Italia, su madame le enseñó lo que era un preservativo y la puso a trabajar esa misma noche.
—Luego ella coger condón, quita uno. Así, cuando tú quieras poner en la polla abres así y así... Y cuando era la noche me ha dicho, vamos a trabajar. ¿Vale yo que voy a trabajar? Me ha dicho, prostitución. Yo llora, Hora. Y cuando yo llorar, ella pegarme. Coger, a la calle, a trabajar. Y no puedo hablar con Policía, porque ella me coge con vudú... Coge mi sangre, mucha sangre. Mata un pollo y coge dentro...
—¿Las entrañas? —Sí, rajó y me da así... —¿Lo tuviste que comer? —Sí, comer, con whisky. Y luego beber con agua de vudú. Agua de mucho tiempo. Más de seis años o siete años, preparada allí...
Estoy confuso. No acabo de entender de qué me está hablando la muchacha. No comprendo qué demonios tiene que ver eso del vudú y comerse las entrañas de un animal con las mafias de la prostitución. A pesar de que Isabel Pisano ya me había adelantado algo, aún no comprendía que ése es uno de los grandes secretos de las redes nigerianas de trata de blancas.
—¿Me quieres decir que te hicieron vudú? —Sí.
—¿En Italia? —No, en mi país. Cuando yo decir que sí para ir a Italia mi jefa llevar a hacer vudú.
—¿Cómo es eso del vudú? —Vudú. Cogen mi sangre, cogen mi pelo, cogen pelo de mi coño... Mi sangre... y bragas... te cogen...
—A ver si lo entiendo. Antes de venir a España vais a que os hagan vudú. ¿Y eso para qué?
—Para que cuando yo vaya a Italia e no llamar Policía para mi jefa...
—¡Ah! Para que no llames a la Policía. ¿Y lo hizo ella o un brujo?
—Ella... Y huele mal, y puaj... —¿Vomitaste? —Sí, y ella hace comer otra vez...
Hablamos de su jefa y de cómo vino de Italia a España. Menciona que una de las chicas de su madame fue asesinada por las mafias en Italia. Cuando la Policía hacía los registros, echaban a las chicas fuera de casa, y sin papeles. Hablamos también de los papeles que les dan, y me da a entender que son falsos «papeles no buenos»—— Y me explica que tenía miedo a la Policía también, por estar indocumentada, algo que me han repetido muchas fulanas. Empiezo a comprender que es el pánico el que hace que estas jóvenes estén completamente a merced de sus «propietarios».
—¿Cuando os hacen el ritual, tú no haces nada, no hablas con la Policía? ¿Por qué tienes miedo al vudú?
—Sí, por el vudú. Me matan a mí. Y cuando yo hable con la Policía pegar a mi madre...
—Fueron a pegar a tu madre? —Sí. Todo, cosas en casa, comida y todo, tirar todo... Yo no quiero que peguen a mi madre. Pero yo ahora le dicho que yo no tengo dinero para pagar a ella...
—¿Por qué tú tienes que pagarle dinero a ella? —Sí, 45.000 dólares. —Eso es mucho dinero.
—Pero yo pagar, poco a poco. Cuando yo estar en Italia, cinco meses yo trabajar bien, y yo tener mucho dinero para pagar a ella. Yo trabajar por la noche, por el día, mucho.
Al hablar de su madre Loveth se emociona, y a pesar de la escasa luz veo cómo una lágrima se desliza por su mejilla, mientras se le quiebra la voz. Sé que suena ridículo, pero no pude evitar que a mí también se me humedeciesen los ojos. Desde luego, la estampa debía parecer de lo más patética: los dos sentados en la cama, llorando, mientras mi cámara nos grababa a hurtadillas. Lo que no soy capaz de precisar es si mis lágrimas se debían a la compasión que me inspiraba aquella joven o a la rabia y a la impotencia que sentía en aquel momento. Una sensación de rabia e impotencia que terminaría por alojarse en mi corazón, como un huésped no invitado, durante los meses que pasaría infiltrado en ese mundo, y que terminaría por afectarme psicológicamente, más de lo que había previsto.
—¿Hay mucha gente como tu jefa que se dedique a traer chicas?
—Oh, sí, mucha, mucha. —¿Y todos utilizan el vudú? —Vudú, sí. —¿No se puede hacer algo para romper ese hechizo? —No, no hay. Es vudú, vudú. —Pero a lo mejor otro brujo que tenga más fuerza puede romper ese vudú.
—No hay. —Y el ritual ¿cómo es? ¿Cómo se hace? ¿Lo hicieron en tu casa, en casa de ella ... ?
—No, no, en casa de ella no, en casa de vudú. —¿En casa de vudú? ¿En un templo? —Sí, grande. —¿Ibas sola o iban más chicas? —No, yo, mi madre, su madre... —Cuando ibas allí, ¿no sabías que te iban a hacer vudú? —No, ella coger a mí allí. Es que hay una cosa buena de vudú. Ella no dijo si no pagar matar a ti, ella dijo que era para coger el avión bien, traer suerte...
Con el tiempo yo me convertiría en un experto en brujería africana, asistiría a sus rituales y participaría en ceremonias de vudú absolutamente espeluznantes. Y sólo entonces, y nunca antes, podría comprender el pánico que infligen en las conciencias de las adolescentes traficadas por las mafias, aquellos ritos sangrientos, en los que hasta yo mismo tuve que beber sangre. Sin embargo, eso ocurriría mucho tiempo después. En aquella primera entrevista con Loveth, encerrados en aquel dormitorio de burdel, mi pragmática mente occidental no podría comprender que unas prácticas absurdas y supersticiosas pudiesen apresar de tal forma la voluntad de un ser humano. Cometí el mismo error que otros muchos analistas del crimen organizado, desprecié el inmenso poder de la fe y de la religión, que en este caso es hábilmente utilizado por las redes mafiosas del tráfico de mujeres.
—Pero, joder, Loveth, ¿de verdad te crees que te pueden hacer daño con esa mierda?
—Sí, vudú poderoso. Yo conocer chicas que volver locas por no obedecer vudú. Una hablar sola y tirar todo a la basura, y otra morir.
—Ya. ¿Y piensas seguir así por culpa del vudú? —Pero ahora yo tengo problemas en mi país. Con mi jefa, mi familia...
—¿Pero tú no pagaste tu deuda ya? —No, no todo. Falta. Yo pagar casi 20.000 dólares, faltan 25 más...
—25.000 dólares... —Ahora yo no tengo para pagar... —¿Por eso tienes que seguir trabajando en esto? —Ahí. Yo no quiero trabajar para ella más. No quiero trabajar para ella más. Ése es el problema ahora. Su familia va mi casa, coge a mi familia, y vudú; tu hija no paga para mi hija, matar a tu hija. Matar a mí. Pero mi corazón con Jesús, yo no tengo miedo...
Como me habían explicado Isabel Pisano, Valérie Tasso y los funcionarios policiales a los que había consultado, las chicas vienen a Europa asumiendo una deuda que, como en el caso de Loveth, puede ascender a los 45.000 dólares —unos 8 o 9, millones de pesetas de las de antes—. Aterrorizadas por la amenaza del vudú, trabajarán día y noche para reunir el dinero con el que pagar su deuda. Y para ello serán enviadas a clubes de carretera, pisos particulares o simplemente a trabajar de putas callejeras, controladas a distancia por sus «dueños». Los mafiosos saben que mientras renueven el pánico que sienten las chicas, con nuevas ceremonias de vudú que ya se hacen en los países de destino, como España, éstas no dejarán de trabajar y en ningún momento acudirán a la Policía. En el fondo, esta técnica es mucho más eficiente que las pistolas o las navajas de las mafias rusas o colombianas, porque el mafioso no necesita estar cerca de la joven para amenazarla. El pánico a la brujería no entiende de distancias. Y el traficante puede encontrarse en Italia y tener a sus chicas trabajando en la Casa de Campo de Madrid, sabedor de que ninguna de ellas traicionará su confianza. Todas creen que un hechizo llega mucho más lejos que una bala.
—Supongo que has trabajado en muchos clubes como éste, ¿no? —Sí, muchos. En Italia, Francia... —Es más dura la calle, ¿no? —Muy, muy, muy malo. Matan siempre chicas... —¿Que matan chicas en la calle? —Oh, sí, siempre. La mafia. La jefa manda mafia para matar... —Si no pagas, te pueden matar... —Sí, si no pagas, finito. Ella tiene mucho dinero en mi país, tiene grande casa, coches...
No sé por qué, pero de pronto siento curiosidad por conocer la edad de aquella joven, que instantáneamente ha perdido todo el atractivo sexual que exhibía en el bar del burdel, y ahora me parece más una niña desvalida que una profesional del sexo. Y descubro con horror que es una de las muchas menores importadas por las mafias siendo aún unas niñas, para nutrir los prostíbulos europeos y satisfacer la lujuria de los honrados ciudadanos varones de la unión.
—¿Cuántos años tenías cuando te viniste? —Dieciséis.
—¡Dieciséis años! —Sí. Ahora yo tengo dieciocho. —¿Y hay muchas chicas tan jóvenes que se vengan a trabajar? —Sííí. Dieciséis, dieciocho, veinte... Siento vértigo, asco, impotencia, rabia, frustración. Por un momento, se me va la cabeza y le deseo a Loveth todas las enfermedades venéreas existentes para que al menos pueda contagiar a los hijos de puta capaces de acostarse con una niña de dieciséis años por 30 euros en la Casa de Campo y disfrutar así de una sutil forma de venganza. Aquélla fue mi primera tormenta mental. A partir de esa noche, y a medida que profundizaba en las mafias de la prostitución, toda mi personalidad y mi espíritu serían vapulea dos una y otra vez, hasta pervertirse y convertirme en un individuo resentido y furioso. Estúpido de mí, en ese momento no podía ni imaginar que, menos de un año después, yo mismo sería capaz de negociar la compra de niñas indígenas de trece años para subastar su virginidad en mis supuestos prostíbulos españoles.
Durante un buen rato, Loveth me ilustró sobre aspectos del mundo de la prostitución totalmente desconocidos para mí. Me habló de la vida diaria en los burdeles; de trabajar de noche y dormir durante el resto del día; de las chicas que no aguantan la culpabilidad y terminan enganchadas a la cocaína o a la heroína; de cómo las madames o simplemente los empresarios propietarios de los clubes las estafan, vendiéndoles ropa, carmín o joyas de «todo a cien» al triple de su valor, aprovechándose de su desconocimiento del idioma, de los precios del país, o simplemente de que muchas ni siquiera saben en qué ciudad están y no pueden acceder a los comercios normales...
Charlamos sobre todo lo que ella quiso contarme. Yo todavía era demasiado profano en el tema como para poder hacerle preguntas inteligentes. A pesar de ello, aprendí más en aquella conversación que en todo lo que había leído en los informes técnicos de la Brigada de Extranjería, o de las organizaciones no gubernamentales expertas en inmigración. Quizá porque los ojos de Loveth y sus lágrimas me transmitían mucho más que sus palabras. Ojalá todos los «expertos», y sobre todo «expertas», analistas, eruditos y estudiosos que escriben los libros e informes sobre el mundo de la prostitución que yo me había leído estuviesen sentados en aquella cama con Loveth. Descubrirían otra perspectiva sobre el sexo de pago que no incluyen en sus académicos trabajos. Y lo peor es que aquella rabia salvaje que empezaba a sentir en mi corazón no había hecho más que empezar. Todavía no tenía la menor idea de lo que se esconde tras las mafias de seres humanos...
Justo antes de terminar nuestro tiempo —yo había alquilado a la joven, en teoría, para un servicio básico de media hora—, Loveth me dio una última pista a seguir. En realidad sus palabras eran una súplica. Creía que yo, como hombre blanco con papeles, tal vez pudiese ayudar a una amiga suya, una tal Susy.
—Y hay una chica también, en Murcia. También tiene problemas, como yo. Ella tiene hijo...
—Tiene un hijo? —Sí, un niño. Ella tiene jefe. Ella trabaja en prostitución también. Ella pasó por Marruecos.
—Pero con un hijo es mucho peor, ¿no? —Sí, un hijo, pequeño. Ella tiene jefe, hombre. Pero ella tiene problemas, ella ha dicho si yo ayudar a ella, pero yo no sé cómo...
Fue una estupidez. Imagino que me dejé llevar por el torrente de emociones que me había producido aquella conversación con Loveth, pero le prometí que ayudaría a su amiga. No tenía ni idea de dónde encontrarla, no sabía sus apellidos, ni conocía cuál era su aspecto, pero le di mi palabra de que la auxiliaría. Y lo peor es que Loveth me creyó. Su sonrisa, cuando nos despedimos, me ató a un compromiso para con ella, más sólido que los rituales de vudú que a ella la ataban a sus traficantes. Nos separamos en el vestíbulo y me indicó que yo debía regresar al bar por una puerta y ella por otra. Es la costumbre cuando se ha terminado un servicio con un cliente y se busca inmediatamente a otro.
Según el minutado de la cinta de vídeo, permanecí con Loveth en el dormitorio del prostíbulo 32 minutos y medio. Un tiempo no muy largo, que sin embargo marcaría el rumbo de los próximos meses de mi vida. A pesar de lo que ya llevaba visto, la conversación con aquella niña me había abierto los ojos a un mundo completamente despiadado del que no tenía plena conciencia hasta ese instante. Cuando salí del burdel, involuntariamente, me acordé de Mara, la skingirl que había conocido durante mi investigación anterior. Seguro que si hubiese podido escuchar a Loveth se habría reafirmado en sus postulados racistas. Y yo tendría que darle la razón. Ser blanca es una bendición. Ninguna chica española, como Mara, ha tenido que sufrir las atroces experiencias que viven miles de adolescentes nigerianas. No saben la suerte que tienen.

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