Tuesday, April 18, 2006

Capítulo 9


Estudiantes y universitarias españolas: carne fresca para el burdel



Si las mencionadas conductas (inducción a la prostitución) se realizaren sobre persona menor de edad o incapaz, para iniciarla o mantenerla en una situación de prostitución, se impondrá al responsable la pena superior en grado a la que corresponda según los apartados anteriores.

Código Penal, art. 188, 3 (Modificado según Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre)

Mi primer contacto personal con Sunny fue a través del teléfono. Lo recuerdo perfectamente, porque de la impresión, me caí de la cama en la habitación del hotel. Cuando aquella mañana sonó el móvil, esperaba escuchar cualquier cosa antes que aquella voz profunda, grave y casi gutural.
—Diga. —¿Antonio? Soy Sunny, el... primo de Julieta —el boxeador utilizaba el nombre «profesional» de Susy.
—¿Qué? ¿Cómo? —Estoy en la recepción de tu hotel. Sentí un brote de pánico. ¿Por qué estaba Sunny en la recepción de mi hotel si habíamos acordado vernos al día siguiente? ¿Le habría advertido alguien que un blanco estaba haciendo demasiadas preguntas en Murcia? ¿Me habría delatado alguna de mis fuentes? Aquella situación no estaba prevista y me había cogido con las defensas bajas. Así que intenté ganar tiempo a toda costa.
—Ah, ya. Pues, hola, Sunny, encantado de conocerte. Pero verás, ahora no estoy en el hotel. Estoy en El Corte Inglés comprando un regalo para el hijo de... tu prima.
—No importa, yo esperaré aquí a ti.
El puñetero negro me lo estaba poniendo difícil. Si se plantaba en la recepción del hotel no podría salir del edificio sin ser descubierto. Maldije mi propia imprudencia. Siempre he dicho que el buen infiltrado debe mentir lo imprescindible. Es importante decir la verdad siempre que sea posible, de lo contrario nuestras propias mentiras se volverán contra nosotros, restándonos capacidad mental y agilidad. Ahora tenía que salir del hotel sin ser visto, y regresar por la puerta principal con un regalo para el hijo de Susana.
Corté la comunicación diciendo que le llamaría en un minuto.
Necesitaba pensar. Consulté el plano del hotel que se encuentra en todas las habitaciones. Buscaba salidas de emergencia, alguna puerta trasera que me permitiese salir del edificio y regresar por la puerta principal, pero eso llamaría la atención de todos los empleados. No podía meterme en la cocina o desprecintar una puerta de emergencia sin que todo el personal se quedase con mi cara y mi extraño comportamiento. Incluso podría saltar alguna alarma, lo que también alertaría al traficante.
De pronto me di cuenta de que aquel pánico me estaba obnubilando el juicio. Yo había vigilado la casa del traficante y lo había seguido por media Murcia, pero Sunny no me conocía a mí. No me había visto nunca. Simplemente podía bajar a la recepción y pasar delante de él sin mirarle a los ojos, como si fuese un inquilino más del hotel. Si controlaba los nervios no tenía por qué darse cuenta.
Ya había llamado el ascensor para poner en práctica mi plan, cuando mi móvil sonó de nuevo. Había surgido un imprevisto y Sunny tenía que salir inmediatamente hacia Alicante, para atender unos negocios. Posponía nuestro encuentro para el día siguiente. Me dejé caer pesadamente sobre las escaleras como una marioneta cuyos hilos acaban de ser cortados con una tijera y respiré aliviado. Ahora tenía veinticuatro horas para prepararme, y sobre todo para tener claro mi plan.
No existía ninguna manera de averiguar si Sunny sospechaba de mí. Desde luego, si desconfiaba, no había dicho nada que expresa se esa suspicacia, sin embargo, su tono de voz no era en absoluto tranquilizador. De todos modos, lo que más me inquietaba no era tanto la corpulencia física de Suny como su astucia. Evidentemente no menospreciaba los puños del boxeador, pero consideraba mucho más peligrosa la inteligencia que en muchas ocasiones había demostrado. No hacía mucho que Susy me había contado que cuando ella dio a luz el día 19 de junio del año 2001, recién llegada a las costas de Algeciras en una patera llena de inmigrantes, Sunny se presentó en la casa de acogida disfrazado de sacerdote. Con un alzacuellos y una Biblia tan falsos como su fe, consiguió hacerse pasar por un religioso compasivo que atendería a su paisana nigeriana. Susy salió así de la casa de acogida con destino a las calles de Murcia, donde comenzaría a ejercer la prostitución, mientras Sunny se ocupaba de custodiar a su hijo cuando la joven madre ganaba dinero para él.

Estudiantes de día y rameras de noche

Esa noche volvía al Pipos. Quería volver a interrogar a la amiga de Ruth que me había dado las primeras pistas sobre el burdel de alguien relacionado con Gran Hermano. Y para mi sorpresa, por primera y única vez en el transcurso de esta investigación, conocí a una prostituta española trabajando en un club. Naturalmente, no es que no existan más, pero es un dato a tener en cuenta que después de los meses que llevaba visitando burdeles de toda España, fuera la primera vez que encontrara a una prostituta española en un club de carretera. Se llama Yolanda y es una estudiante de veintidós años. Costó algún tiempo convencerla, pero finalmente congeniamos y accedió a contarme su historia con pelos y señales.
Yolanda, Yola para los clientes, nació en un pueblecito extremeño, en el seno de una familia tan humilde como numerosa. A los catorce años pasó por una experiencia traumática que marcaría toda su vida: fue violada, según su relato, y supongo que víctima de la vergüenza —que en todo caso debería sentir el violador, algo se rompió en su interior. Comenzó a coquetear con las drogas y al cumplir la mayoría de edad se marchó a la gran ciudad para buscarse la vida. Como le encantaba bailar y poseía un buen cuerpo, pronto encontró trabajo como go-go de discoteca y más tarde, como stripper. Pero un buen día decidió dar un paso más.
Muchas estudiantes españolas han especulado alguna vez con el mundo de la prostitución. En sus conversaciones íntimas, entre amigas, se han preguntado cómo sería ese mundo. Yola también. Aquel día, envalentonada por una amiga tan curiosa como ella —las estudiantes españolas prostituidas que he conocido empezaron igual—, decidió telefonear al número de un anuncio de prensa. Buscaban camareras para un local de alterne, se prometían generosos sueldos y un trabajo cómodo. Así es cómo Yola y su amiga empezaron a trabajar en un burdel catalán donde, en poco tiempo, se atrevieron a saltar al otro lado de la barra, para convertirse en dos chicas de alterne más. Sus ingresos se multiplicaron, aunque las drogas se llevaban la mayor parte.
Unos meses después, Yola regresó a su pueblo para seguir trabajando como ramera en un club de Don Benito, en la provincia de Badajoz. Nunca me lo confirmó, pero probablemente fuera el Papillón o el Sandokán.
Allí conoció todo tipo de hombres, aunque parece ser que uno de sus clientes consiguió convencerla para aceptar un tratamiento de metadona. Cuando yo contacté con ella, acababa de terminarlo, aunque seguía metiéndose una dosis de heroína de vez en cuando. Yo controlo, me decía. Como todos los heroinómanos.
Intentó reconstruir su vida y empezó a estudiar, pero, como el sexo genera mucho dinero, terminó llevando una doble existencia: durante el día asistía a clase como todos sus compañeros y era una alumna más; por la noche comerciaba con su cuerpo desatando la lujuria en los hombres.
Yola disfrutaba con la ingenuidad de los compañeros de clase que intentaban seducirla invitándola a un refresco o al cine, cuando por la noche aquella «inocente» estudiante alternaba con hombres de negocios, empresarios y probablemente hasta con los padres de alguno de sus cándidos compañeros de estudios. Yola, como me han confesado otras prostitutas, disfrutaba en cierta manera del control que las meretrices ejercen sobre el cliente.
Actualmente, combina su trabajo como go—go y stripper con la prostitución. Se justifica diciendo que necesita el dinero para operarse los pechos. «Porque los pechos son muy importantes en mi trabajo.» Pero se engaña a sí misma. Yola, como otras chicas de su edad, es alérgica a la pobreza y gana en una noche lo que sus compañeros de clase quizá ganen en un mes, una vez concluyan sus estudios y empiecen a trabajar.
Puede comprarse ropa, zapatos, joyas... que sus compañeras sólo pueden soñar. A cambio, ella se dice que sólo tiene que alquilar sus prietas carnes jóvenes a empresarios, políticos o profesionales. Sólo.
Sin embargo, Yola no tiene ningún chulo ni proxeneta que tome a su familia como rehén de un pacto suicida. Tampoco ha asumido ninguna deuda millonaria, ni ha sido víctima de crueles rituales vudú. No rota de burdel en burdel cada veintiún días, ni ha de soportar el frío del invierno y el calor del verano, ofertando su cuerpo al mejor postor en el escaparate de la calle. Salvo el hecho de que ambas practican el sexo por dinero, Yola no tiene casi nada en común con Susana.

Cara a cara

Y por fin, llegó el momento. Me había citado con Susy y con Sunny en una cafetería de la concurridísima plaza de la Catedral de Murcia porque no quería encontrarme con el ex boxeador en un lugar aislado y sin testigos.
Un compañero de Tele 5 volvía a acompañarme en esta ocasión para grabar, desde otro ángulo, mi primer encuentro con el traficante. Además, era de agradecer la presencia de unos ojos amigos en medio de tanta soledad. Porque, aunque sabía que en el caso de que el traficante descubriese mi identidad durante la entrevista, el golpe un puñetazo o el filo de su navaja serían imparables, yo prefería que aquellos ojos aliados estuviesen allí.
Sobre todo, por lo que es más importante, sabía que después la angustia del día, podría hablar con alguien y compartir la tensión acumulada. Ya estaba acostumbrado a que por la noche, después de una jornada entre mafiosos, prostitutas, traficantes y puteros tuve que encerrarme en la habitación del hotel y tragarme toda mierda del día, imposible de digerir.
En las ocasiones en las que la angustia era insoportable, cuando las confesiones de una prostituta adolescente, las gracias de un puro infame o las negociaciones con un traficante impío ponían a prueba mi capacidad de resistencia psicológica, sólo la voz de un amigo al otro lado del hilo telefónico, permitía mantener la cordura. Nunca agradeceré lo suficiente a esos amigos el haber estado al otro lado del teléfono para escucharme, sin preguntas ni reproches. Especialmente a aquel «rubí» en bruto al que acudí más de una vez sin que pronunciase mi nombre, para que me repitiera que yo no era Antonio el traficante de mujeres, sino un periodista infiltrado.
Por todo eso me aliviaba saber que mi compañero estaba allí, algún punto de aquella plaza, vigilándome a través del objetivo su cámara, cuando Sunny hizo su aparición.
Siempre le había visto en la distancia, mientras vigilábamos casa o lo seguíamos, conduciendo frenéticamente por las calles Murcia. Al verlo de cerca, me pareció mucho más grande y corpulento. Sus sempiternas gafas de sol que sin embargo esconden ojo semicerrado, legado de su época en el ring, y la ostentación que hace de su riqueza con sus collares, anillos y hasta un pendiente de oro hacen de él el arquetipo del mafioso africano.
Nada más sentarse pide una Larios sola, sin hielo, me estudia con la mirada y después me tiende su enorme manaza. Estruja la mía sin piedad mientras Susy nos presenta. Con la mano indemne, le entrego el enorme osito de peluche que he comprado para su hijo en El Corte Inglés esa mañana. Susy luce al cuello el collar que le regalé, dotado de supuestos poderes mágicos.
—¿Qué tal? —Bien. —¿Bien? —Sí. Mucho calor, ¿no? —intento entablar una conversación y recurro al socorrido asunto del tiempo.
—Hace más calor aquí que en África, ¿verdad? —¿Conoces África? —me pregunta Sunny intrigado. Y vuelvo a echar mano de mis anteriores experiencias como reportero en medio mundo.
—Sí, claro. —¿Qué país de África? —Marruecos, Nigeria, Mauritania, Malawi, Egipto, Mozambique... —Pero no conoces oeste de África. Nigeria... —Sí. Abuja, Lagos, Benin... —Sí, sí. —¿Y tú conoces España bien? —Sí. Desde Alicante hasta La Coruña. Desde nuestro primer encuentro, y aunque con cuentagotas’ Sunny fue dándome información que me permitiría profundizar cada vez más en su vida. Intento ser amable y simpático, e improviso sobre la marcha mientras mi cámara oculta registra toda la conversación.
—Con este calor no me extraña que estéis tan morenos. Tú estás un poco más moreno que yo ——digo, intentando ganarme su simpatía.
—Sí, estamos aquí para estar morenos.
—Pero África es más bonito. A mí me gusta más. No hay tantas prisas. Hay una luz increíble para hacer fotos. Y las mujeres son más lindas que aquí.
—¿Eres murciano? —No, madrileño. —Hay mucho africano en Madrid. —Sí, yo tengo muchos amigos africanos en Madrid. Me gusta la brujería.
Cuando surge el tema de la magia, Susy le dice algo al oído, en un dialecto africano que no entiendo. Y de pronto, Sunny me sorprende con sus conocimientos sobre la brujería afroamericana. Ha visto que llevo los collares de santero que me habían facilitado en La Milagrosa, y reconoce sin problema los dioses que representa cada uno. Para mí es una prueba irrefutable de que Sunny está familiarizado con el vudú, y deduzco que probablemente sea él mismo quien realiza los yu-yús y los body con los que extorsiona a sus chicas.
—Tú llevas a Changó —dice el boxeador, mientras señala el collar de cuentas rojas y blancas que luzco desde mi época como aprendiz de santero en La Milagrosa.
—Sí, pero soy hijo de Babalu Aye. —Entonces, tú eres mi hermano. —¿Sí? ¿Eres hijo de Babalu? —pregunto refiriéndome al espíritu animista sincretizado con San Lázaro en la brujería afroamericana.
—Sí.
—Coño, ¿sabes de brujería? —Sí. Tengo un español que tiene Changó, que es babalao. Su nombre en español es Juan.
—¿Y dónde está? —En Alicante, pero es de Granada. Tomo buena nota, e intuyo que el tal Juan, como la Vera de Vigo, es uno de los videntes que, de alguna manera, colabora con las mafias de la prostitución, reforzando la sugestión de las rameras sometidas a esos supuestos hechizos vudú.
—¿Hace mucho tiempo que tú vienes aquí para trabajo? —Yo voy y vengo constantemente. Intuyo que Sunny intenta averiguar a qué me dedico, pero todavía no se atreve a preguntarlo. Intencionadamente dejo ver en el bolsillo de la camisa un mazo de tarjetas de crédito, como había hecho con Susy anteriormente, con la excusa de sacar un paquete de cigarrillos. Sé que Sunny se dedica, entre otras actividades delictivas, a la falsificación de tarjetas y a las tarjetas robadas, y quiero que piense que yo puedo ser un compinche. Los traficantes de tarjetas necesitan españoles que puedan pasar las robadas o falsificadas en comercios y tiendas sin despertar sospechas y constantemente buscan colaboradores. Sin dar importancia al gesto, que intento que parezca casual, vuelvo a guardar las tarjetas y el tabaco, después de encender un cigarrillo. Y sigo con la conversación.
—¿Llueves mucho en España? —Yo sí, cinco años. —Hablas muy bien español. Yo no hablo africano. Hay demasiados idiomas en África.
—Sí. Todos los países de África no tienen el mismo idioma. En Nigeria tampoco el mismo idioma. Nosotros somos de Benin City. En Lagos hablan yoruba, en Abuja hablan ausa...
—Ahí nació el vudú. —Sí. Yoruba, el dueño es Changó; en Benin es Ogún... De pronto, cometo un error. Me dirijo a Susy y la llamo por su nombre, en lugar de usar el que utiliza en su trabajo, Julieta. Sunny se da cuenta y reacciona como impulsado por un resorte. «¿Cómo sabes tú nombre de ella?» Sé que ha sido una imprudencia. El hecho de que conozca el verdadero nombre de una de sus chicas significa que tengo más confianza con ella de lo que debería tener un cliente normal. Cambio de tema y consigo salir del paso, pero debo ser más cuidadoso. Sé que aquella imprudencia le valdrá a Susy una buena regañina cuando regrese a casa. Así me lo confirmaría Susy pocos minutos después, cuando Sunny, satisfecho con nuestro primer contacto, decide marcharse y dejamos solos. Susy me confiesa que Sunny quería verme «para ver lo fuerte que tú eres».
El africano tenía tanta curiosidad por mí como yo por él, y me estudiaba.
—Joder, es grande, ¿eh? Está fuerte... —Síííí. —Price Sunny, ¿no? Se llama así. —Sí, Prince Sunny. —¿Y sabe de brujería? Porque reconoció los collares. —Sí, sabe mucho. —¿Es brujo? ¿Hace brujería vudú? —Sí. Susy no quiere profundizar más en el tema, pero ya me ha confirmado que mi intuición era cierta. El proxeneta se encarga personalmente de los rituales del terror que garantizan la fidelidad de sus pelanduscas. Y de pronto, surge un nuevo personaje en este drama, Al preguntarle por su hijo, Susy me revela que hay un hombre, que resulta ser un joven nigeriano al que conoció durante su terrible viaje hacia Europa, que asumiría la paternidad del niño, aunque él no fuese el progenitor real. Aquel muchacho, al que Sunny había propinado más de una paliza al intentar estar con Susy sin pagar por ello, llevaba un mes haciéndose cargo del pequeño, siguiendo las órdenes del traficante.
—¿Qué tal está el niño? —Está bien. Ahora, en Torrevieja con su padre. —¿Con su padre? —Yo siempre hablar con Sunny para venir él aquí. Pero él no escuchar a mí, entonces yo callar.
—No entiendo. —Yo pedir a Sunny por favor llevar a mí a Torrevieja, o traer él aquí, para mi niño venir aquí. Él dice, sí, un día, un día... siempre dice un día, pero nunca venir.
—Pero ¿no puedes ver a tu hijo?
—Sí, un mes allá y cinco días aquí conmigo, y luego volver allá un mes.
De pronto, descubro que Susy ignora dónde está su hijo y que las palizas del proxeneta le inspiran tanto temor como los siniestros rituales de vudú a los que está sometida.
—¿Y si vamos a buscarlo tú y yo y lo traemos? —Yo no sabe, sólo él sabe dónde está. —¿Sólo Sunny sabe dónde está tu hijo? —Sí. Antes casa sí, ahora cambiar de casa. Yo no sabe en qué casa está. Cuando yo ver a él, yo muy feliz.
—Sunny muy grande, ¿eh? —Sí. Él boxeador en mi país. Es muy fuerte. —Cuando se enfada, tiene que ser muy peligroso, ¿no? —Mucho, eh. Sí, no puedo yo hablar mucho en casa. Yo calla, pegar...
—¿Cómo? —Cuando él enfadar, yo para dormir, sin hablar. Pegar, ¿eh? No sé, yo Dorar...
Poco a poco me fui sintiendo cada vez más implicado emocionalmente en aquella historia, hasta el extremo de considerar seriamente la posibilidad de casarme con Susy para conseguirle la nacionalidad española; o incluso llegué a fantasear con la idea de eliminar personalmente al boxeador nigeriano, en caso de no obtener pruebas de sus delitos para facilitar su detención. A partir de aquel día, el caso de Susana se convirtió en una obsesión personal. Los responsables del equipo de investigación de Atlas—Tele 5, para los que trabajaba en esos momentos, aceptaron excluir todas las grabaciones de Susy y de Sunny del reportaje Esclavas del vudú que estábamos preparando, y que se emitió dentro del programa Infiltrados, que presentaba Javier Nart. Si aquellas imágenes salían en antena, y Sunny descubría que le habíamos estado grabando, podría salir de España y quedar impune de sus delitos una vez más. Así que acordamos continuar la investigación, al margen del programa, hasta que yo pudiese ganarme la confianza de Sunny para demostrar que traficaba con seres humanos. Y que en la España del siglo XXI, digan lo que digan los libros de historia, todavía es posible comprar una esclava.

Universitarias calientes

Sunny me había dejado muy claro que, a partir de nuestro primer encuentro, cuando quisiese hablar con Susana le llamase a él a su móvil. Y así fue. Con relativa frecuencia, desde aquella primera reunión, podría charlar con Sunny cada vez que telefoneaba a la nigeriana, y aquello me hacía ganar cada vez más confianza con el negro. Sin embargo, no quería desatender otra línea de investigación que me parecía fascinante y profundamente desconocida: las estudiantes y universitarias españolas que se prostituyen, al margen de sus compañeros de clase, familiares y amigos. Yola no era una excepción.
Durante toda investigación, las pistas llegan por los cauces más inesperados. Y fue mi propio compañero, otro joven periodista, el que me facilitaría un nuevo hilo del que tirar. Esa noche, mientras cenábamos en el restaurante del hotel, tras comprobar que nuestras respectivas grabaciones de mi primer encuentro con Sunny eran perfectas, me hizo un comentario en relación a Yola y a las universitarias españolas que ejercen la prostitución.
—¡Y tanto que es verdad! Yo tenía una compañera en clase que no se cortaba un pelo. Imagínate, que de pronto le sonaba el móvil, pero estando en clase, y contestaba la llamada dejando superclaro de lo que estaba hablando. Por ejemplo, yo la oía decir: ¿Diga?... Sí, soy yo... 20.000 más el taxi... ¿En qué hotel está?... ¿En qué habitación? ... Vale, en media hora estoy ahí... Y la tía se levantaba y se piraba. Nos tenía a todos como motos, porque se gastaba una pasta en ropa y siempre venía a clase supermaquillada...
Esa joven, estudiante de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid, resulto ser Mercedes S. F., y su testimonio es muy similar al de otras estudiantes españolas.
Mercedes descubrió un anuncio en la prensa local en el que se precisaban señoritas y llamó. Tiene una personalidad muy fuerte y, en su caso, no necesitó que ninguna amiga la envalentonase para telefonear a la agencia y acordar una cita con los proxenetas.
—La oficina estaba en la torre de Colón, que está encima de la cafetería Ríofrío, y allí mismo sé que tenían un apartamento de los de lujo, de 50.000 la hora y sólo una chica. La encargada y mujer del dueño super mafioso se llamaba Miriam, pero ni idea de los apellidos.
—¿Qué tal fue la entrevista? —Bien, me explicaron un poco las condiciones: que iríamos a medias, que estaría con otras chicas y una encargada en uno de sus pisos, y nada más.
—¿Y adónde te mandaron? —La casa a la que yo fui, que tenía el portero automático con cámaras, estaba en Goya, 23, creo que en el tercer piso aunque no estoy segura. Al parecer llevaban un tiempo teniendo problemillas con el portero, que decía que iba a llamar a la policía y tal, lo mismo por ahí puedes sacar algo.
Con frecuencia los propietarios de este tipo de casas clandestinas ocultan a los demás vecinos la utilidad que dan al piso. Como anécdota, puedo decir que en algunos de ellos colocan placas falsas en la puerta, para aparentar que esa vivienda es el bufete de un abogado, la oficina de una inmobiliaria, o incluso, la consulta de un vidente.
—La madame se llamaba Rosana, y era una colombiana gorda y afable. Como te conté, funcionaban con anuncios en prensa, diciendo que las chicas recibían solas en la casa y tal, pero siempre estábamos más. Los tres anuncios que yo supe que tenían, y que eran los nombres de los servicios, eran de Eva, Ana y Estefanía —ninguna de las chicas nos llamábamos así—. Los anuncios los ponían en ABC, El País y El Mundo.
—¿Qué ponía al que llamaste tú? —El anuncio al que yo llamé estaba en El País’ y pedían chicas no profesionales, universitarias, y también telefonistas. El cincuenta por cien del precio de cada servicio era para la casa y el otro cincuenta para la chica.
—¿Y tenían muchos pisos de ésos? —Sé que tenían por el barrio Salamanca varias casas más, una en General Pardiflas, y también por Atocha, Marqués de Vadillo y Bilbao, pero ésas no las conocí.
El de Mercedes tampoco es un caso aislado. Como no lo es el de Yolanda, la go—go y stripper del Pipos, que ahora trabaja en un conocido local de Barcelona. Allí los cientos de clientes que frecuentan el pub pueden disfrutar de su arte como bailarina y algunos de ellos, a través del propietario del local, de algo más... Ellas son un ejemplo de la evolución que experimentan las busconas españolas; la mayoría comienzan en pisos clandestinos y posteriormente pasan a los servicios en hotel, clubes de lujo, etc.
A través de Yola, es decir, a través de un novio suyo, vigilante jurado en un burdel extremeño, conocí a otra estudiante española que ejercía la prostitución, aunque en este caso, con ambiciones mucho mayores que la go-go, y que me introduciría en otra dimensión de la prostitución en España.
Rosalía se inició en el negocio del sexo el día 17 de febrero de 2002, de una forma similar a Yolanda. Ella y un par de amigas, todas jóvenes españolas que habían fantaseado durante semanas con la idea de prostituirse, decidieron dar el gran paso, pero de forma completamente independiente.
—Alquilamos un piso, aquí en el centro, y pusimos un anuncio en el periódico, Y ya está. Así de fácil. Cada una cobraba lo suyo y ya está.
Sus amigas, como ella, ocultaban a sus familiares, amigos y compañeros de estudios su doble vida. Y como en los casos anteriores, sentían una cierta satisfacción morbosa al observar el comportamiento de jóvenes de su edad, que intentaban seducirlas con una invitación al cine o a la discoteca, o al último concierto de Operación Triunfo. Rosalía y sus amigas se movían en un status social y en un nivel económico muy superior, Y según me dio a entender una de ellas, en una ocasión acudió al piso en el que trabajaba uno de sus profesores de la facultad. Lejos de sentirse descubierta —al fin y al cabo el profesor estaba casado— cumplió con el servicio y cobró como a cualquier otro cliente. La sorpresa llegó cuando sus calificaciones sufrieron un agradecido incremento en la nota final.
Rosalía no tardó en independizarse de su grupo de amigas, y probó suerte tanto en otras agencias de más prestigio como trabajando por su cuenta, convirtiéndose en una de las pocas escorts extremeñas que cobraba 80.000 pesetas por un servicio completo. Entre sus clientes había políticos, escritores, empresarios que le pedían todo tipo de servicios, como por ejemplo, acompañarlos hasta locales de intercambio de parejas donde debería estar con tres y cuatro hombres diferentes, mientras el cliente disfrutaba sólo como voyeur. Yo mismo la acompañé a uno de esos locales, donde me explicó con todo detalle las perversiones que solicitaban de ella los clientes... francamente alucinante.
Lo más extraordinario del caso de Rosalía es que supone un excelente ejemplo de otra constante que me encontré al profundizar en la personalidad de muchas jóvenes prostitutas: su extremo y malentendido romanticismo. Rosalía es una adicta al cariño, y eso es lo que buscaba en todos y cada uno de sus clientes. Mientras la entrevistaba, pronunció una frase tan elocuente como demoledora: «A veces terminaba de estar con un cliente, y en cuanto salía por la puerta, me iba corriendo al chat para intentar conocer a alguien que me dijese algo bonito. A veces estaba chateando con algún amigo, y le decía que iba a comprar tabaco o a preparar la comida, cuando en realidad recibía a un cliente, y después de hacer el amor, volvía corriendo al chat. En el fondo, creo que lo que buscaba desesperadamente era un poco de amor en cada hombre ... ».
Algo que otras prostitutas me han confesado es que, a pesar de que ellas puedan estar con varios hombres diferentes cada día, jamás permitirían a su novio o marido que mirase a otra mujer. Una paradoja habitual entre las prostitutas.
Durante una de nuestras entrevistas, Rosalía me ratificó lo que el agente Juan me había aconsejado para ganarme la amistad de las prostitutas: «Si has hecho un servicio con un hombre, ya sabes a lo que va, así que aunque después te venga de amigo, de ayuda o de lo que quieras, tú siempre vas a pensar que te va a manipular, entonces lo manipulas tú a él, porque ha habido sexo. Otra cosa es una persona que ha pagado el servicio y no lo hace. Lo puedes ver, te puede dar cierta confianza. Pero un hombre que busca sexo... lo primero que piensas es que quiere sexo gratis ... ».
Juan tenía razón al aconsejarme que, bajo ningún concepto, cayese en el mismo juego que los dientes, y que viese lo que viese, resistiese la tentación del sexo. Y debo reconocer, no sin cierto pudor, que en muchas ocasiones supuso un esfuerzo enorme, colosal, no dejarme llevar por el deseo que, evidentemente, me inspiraban muchas de esas chicas. Y también confieso con vergüenza que en alguna ocasión, como en el Vigo Noche, me dejé llevar por las circunstancias, y la inexperiencia no es una excusa. Yo también fui en ese momento un prostituidor, y de alguna manera un colaborador de las mafias. Afortunadamente aprendí a controlar esos instintos, y de esa forma conseguí testimonios como los de Rosalía, de un valor incalculable. No sólo por su historia personal, sino por las pistas que me iban facilitando para avanzar en la investigación, como por ejemplo sobre la trastienda de los burdeles en Internet.
Hace un año, Rosalía conoció a un proxeneta croata con el que mantuvo una tormentosa relación, que terminó por hacerla dar el salto final. Cuando quiso darse cuenta, el ucraniano la había involucrado en su agencia de escorts, y su nombre aparecía en una página web de Internet, junto a los de otras señoritas.
Rosalía y su jefe croata, único responsable de la agencia y de su página web, pensaron, acertadamente, que las mesalinas del siglo XXI no pueden permanecer ajenas a las nuevas tecnologías. Los anuncios por palabras en la prensa local son monótonos y repetitivos. En cualquier periódico del país, se publican diariamente cientos de anuncios de este estilo. Especialmente en los grandes diarios como La Vanguardia, El País, El Mundo o El Periódico, aparecen tantos cientos de avisos que cualquiera de ellos queda diluido entre todos los demás. El croata pensó que había que idear algo más atractivo, una forma de publicidad en la que se pudiese detallar con mayor precisión todos los servicios sexuales que sus chicas podían ofrecer al cliente, así como fotos del local y de sus instalaciones y, cómo no, fotografías de las señoritas, hermosas y exuberantes, que el interesado podría disfrutar.
La página web comenzó a funcionar con gran éxito, ofertando señoritas de Madrid, Barcelona, Marbella, acompañadas de una detallada descripción física, un book fotográfico y un listado de los servicios sexuales que dichas señoritas estarían dispuestas a mantener. Sin embargo, según me reveló Rosalía, todo es mentira...

Friday, April 07, 2006

Capítulo 8


Cómo importar esclavas y no morir en el intento


(Son infracciones muy graves) Inducir, promover, favorecer o facilitar, formando parte de una organización con ánimo de lucro, la inmigración clandestina de personas en tránsito o con destino al territorio español siempre que el hecho no constituya delito.

Ley de Extranjería, art. 54, b.

Paulino mantiene su agencia de noticias y su productora de televisión en A Coruña, pero en realidad nació y se crió en el pueblo de Villagarcía de Arosa, en Pontevedra, una localidad conocida en el ámbito policial como una de las entradas de droga más importantes de España. Por eso le creí cuando me telefoneó para invitarme a que le acompañase en una de sus habituales «rutas», para celebrar que había conseguido una exclusiva periodística relacionada con el narcotráfico gallego. Cuando Paulino, cuya productora llegó a trabajar para El Mundo—TV en algún reportaje, hablaba de «salir de ruta» se refería a recorrer todos los burdeles de la zona, desembolsándose auténticas fortunas que lapidaba con las rameras. Era su forma de celebrar un éxito profesional. Yo le he acompañado en muchas ocasiones y he sido testigo de su incontenible adicción. Después de visitar todos los locales de alterne, y tras haber subido hasta con tres prostitutas en el mismo burdel, aún tenía ganas de más sexo. Al final, a las 6 de la madrugada, y cuando todos los clubes habían cerrado ya sus puertas, lo acompañaba a la calle del Orzán, para terminar la noche con alguna furcia callejera. 0, en el caso de no encontrar a ninguna, lo dejaba en cualquiera de los pisos clandestinos dedicados a la prostitución de A Coruña. Las conoce todas, e incluso, me indicaba cuáles de ellas pertenecían al mismo proxeneta, cuál era la especialidad de cada apartamento, o quiénes eran las mejores mesalinas y las especialidades profesionales de cada una de ellas.
—Mira, en Casa Blanca, tienes un gabinete de sadomasoquismo de la hostia en la tercera planta. La Casa Muñecas en San Diego es del mismo dueño que la que está en Vereda del Polvorín y en la calle de San Luís. Si lo que te molan son las brasileñas, en Adelaída Muro te puedes tirar a dos a la vez por 60 euros...
Paulino es un tipo lamentable, pero confieso que me resultó extremadamente útil en esta investigación. Por eso, cuando me telefoneó y me preguntó si estaba en Galicia, le mentí.
—Sí, estoy en Santiago, ¿por qué? —Porque tengo pasta. Unos amigos míos de Villagarcía me han dejado acompañarles en un desembarco de coca, y que les grabase, y esto va a ser un pelotazo. Voy a ver si se lo vendo a Tele 5 o al Mundo, así que tenernos que celebrarlo. Te invito a cenar esta noche y te presento a unas putas que he adoptado...
—¿Que has adoptado? —Sí, una está viviendo en mi casa. Así follo gratis. Y no veas las historias que cuenta...
Evidentemente no podía dejar pasar aquella oportunidad. Tomé el primer avión para Santiago y allí alquilé un coche. Tres horas después aparcaba frente a su productora de la calle del Alcalde Sanjurjo. Tuve que esperarle casi dos horas en el coche, pero no era la primera vez. Como todos los adictos, Paulino es un mentiroso compulsivo y carece completamente de sentido de la responsabilidad. No importaba que tuviese una entrevista profesional importante, una cita o un compromiso. De pronto, sufría un «mono» y necesitaba una dosis de sexo imperiosamente. Su adicción obnubilaba completamente su juicio y sólo podía pensar en sexo. En esos casos, acudía, según su propia confesión, a cualquiera de los pisos clandestinos en los alrededores de su productora, para conseguir una dosis de lujuria. Después volvía a la normalidad... durante un rato.
Cuando me contó la historia del desembarco de cocaína en Villagarcía, le convencí de que un amigo de un amigo de un amigo tenía un pariente en Tele 5 que podía estar interesado en comprarle las imágenes que decía haber grabado, y que resultaron ser otro de sus absurdos embustes, pero lo que a mí me interesaba verdaderamente era acceder a aquellas prostitutas que afirmaba «haber adoptado».
Éste fue uno de los frutos que pude recoger al hacerme pasar por amigo de Paulino, porque todos los adictos estiman a sus compañeros de adicción. Al menos así no se sienten tan miserables. Gracias a eso, aquella noche conocí a algunas personas que serían determinantes en esta investigación. Y aunque en muchas ocasiones sentí un impulso incontenible de estrangular a aquel adicto al sexo para desahogar con él la rabia que se iba acumulando en mi corazón a medida que avanzaba en esta infiltración, finalmente ha resultado mucho más provechoso para la misma que me tragase mi ira y agradezco a la providencia el haberme contenido. Su propia miseria y su adicción son el mejor castigo, y tarde o temprano acabará autodestruyéndose.
Cuando conducía hacia la zona de burdeles —existe media docena de ellos concentrados en pocos kilómetros—, nos cruzamos con la Guardia Civil, y me sorprendí dando un respingo en el asiento. Aquellos meses conviviendo con proxenetas, prostitutas y puteros terminaron por desarrollar en mí una auténtica animadversión a los controles de Policía. Cada vez que llevaba en el coche a alguna de mis fuentes, procuraba conducir con extremada prudencia para evitar ser parado en un control de tráfico. Porque si yo llevaba a un delincuente y por cualquier razón la Policía nos detenía, mi acompañante podía ponerse nervioso y entonces la situación podía escapar al control. Además, siempre existía el riesgo de que mi aspecto y mi actitud, que cada vez se asemejaban más a las de un verdadero chulo, levantasen sospechas en los agentes y que decidiesen registrarme. Y si me descubrían con la cámara oculta delante de los verdaderos proxenetas o puteros, toda mi tapadera se iría al traste. Por eso utilizaba siempre coches de alquiler, no me importaba que mis fuentes se quedasen con la matrícula, y por eso terminé por desarrollar el mismo sentido de alerta que poseen los delincuentes, al ver en la carretera un coche de la Guardia Civil. Aquella noche, con los nervios a flor de piel, llegamos al primer burdel de nuestra «ruta».
La primera vez que vi a Andrea fue en el club Olimpo, donde, por cierto y gracias a Paulino, terminé haciendo muy buenas migas con Iván, uno de los camareros. El productor gallego era uno de sus mejores clientes.
Andrea llamó mi atención al primer momento. Su más de metro ochenta de estatura, acrecentada por unos enormes tacones de aguja, la hacían sobresalir por encima de todas las demás chicas del local. Pero lo que verdaderamente me hizo fijarme en ella era su sonrisa. Una sonrisa enorme, resplandeciente, sincera. No había visto una sonrisa como aquélla en ningún burdel del país.
Es cierto que la mayoría de las prostitutas dibujan en sus labios una mueca, que pretende ser alegre, mientras trabajan. Es más fácil seducir a un cliente aparentando que disfrutan de su compañía que con cara de funeral. Sin embargo, esas sonrisas son tan falsas como el nombre, la edad o la nacionalidad que declaran al putero. Pero la sonrisa de Andrea tenía algo especial. Y creo que ella se dio cuenta de que había despertado mi interés, porque en cuanto nuestras miradas se cruzaron, de punta a punta del burdel, se dirigió directamente hacia mí, antes incluso de que Paulino nos presentase.
—Hola. ¿Cómo estás? —No tan bien como tú.
— Obrigada —su sonrisa se convirtió en una leve carcajada—. Yo soy Andrea, ¿y tú?
—Antonio, pero todos me llaman Toni. Muac, muac, dos besos en las mejillas y con un gesto, la invito a sentarse a mi lado.
—Gracias. ¿Vives por aquí?
—¡Qué va! Vivo en Madrid, pero estoy con este amigo que sí vive por aquí.
—Sí, Paulino viene moito por aquí. E moi putero. —Tu acento... ¿Eres brasileña? —Sííííí.
—Vaya, yo estuve en Sáo Paulo hace poco... El primer contacto con Andrea fue excelente. Imagino que se creó un buen feeling entre nosotros. Pero, a pesar de esa corriente de simpatía que fluía entre los dos, me resultaba imposible imaginar que Andrea terminaría convirtiéndose, poco después, en una pieza clave para mi investigación.
Charlamos durante casi veinte minutos, sin que Andrea intentase sacarme una copa, pero nuestro primer contacto no pasó de ahí. Sin embargo, un par de meses después, en un nuevo viaje a Galicia, y esta vez en compañía del agente Juan, me la encontré en otro burdel de la zona: La Fuente.
La Fuente es probablemente el prostíbulo más lujoso de todo el territorio gallego. Pertenece a Manuel Crego Gómez, vocal de ANELA en Galicia, nacido el día 2o de agosto de 1958 en Vila de Cruces, Pontevedra. Manuel, alias Baretta —por su parecido con el detective televisivo—, trabajaba como taxista en Vigo hace unos quince años, cuando comenzó a relacionarse con el mundo marginal de la zona. Allí conoció a la que es su esposa, Celsa B. L. —nacida en la orensana población de Vilardevos, el día 4 de octubre de 1959—. Celsa, más conocida como Elsa en estos ambientes, fue la que sugirió a Manuel que invirtiese en el negocio de la prostitución un dinero que habían recaudado con otras actividades. Así fundó la sociedad Hostenor La Luna S.L., o lo que es lo mismo, el primer macroburdel gallego, llamado La Luna, prostíbulo que presenta la placa de garantía de ANELA en su fachada.
Desde el principio La Luna siempre ha aportado pingues beneficios a Manuel y Elsa, que no tardaron en inaugurar el restaurante El Canguro, a pocos metros del lupanar. Después, ampliando sus ambiciones empresariales, entró en sociedad con José Antonio A. L., gerente del club Venus —también conocido como Hostal Condado—, ubicado en Cibrao das Viñas, en Orense. Así extendió sus dominios a un nuevo prostíbulo, el club Paraíso, en Puente Ulla, localidad de Santiago de Compostela. Tanto en el club Venus como en el club Paraíso, que visité con Paulino y Juan varias veces, la cobertura legal corre a cargo de la sociedad Cruceiro de Ulla S.L.
Más tarde, Manuel Crego adquiere la nave industrial donde se encontraba otro burdel, el club N—VI. El fracaso de este serrallo le obligó a realizar una audaz inversión —los rumores hablan de i5o millones de pesetas—, para reconvertir el mediocre club N-VI en el lujoso La Fuente.
En este local contó con la colaboración de su cuñado, Domingo B. L., que comenzó ocupándose de la seguridad del local, para prosperar hasta hacer las veces de encargado, aunque también frecuenta el pionero La Luna. El primer burdel de Baretta fue totalmente remodelado en el año 2003 con una importante inversión económica que incluye, no sólo escenario para strip-teases, nueva decoración, etc., sino también página web: www.pub-laluna.com.
Pero no es la única página web de burdeles de la familia Crego, ya que su hermano José, propietario de otros lupanares como el Scorpio o el Olimpo, en el que conocí a Andrea, es también el responsable del prostíbulo Tritón, también perteneciente a ANELA, y cuya página web: www.tritonshowclub.com, está linkeada, es decir a la que se puede acceder desde la propia página de la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne, al igual que la de La Luna. Por cierto, en el número 3 de la revista oficial de ANELA, correspondiente al mes de junio de 2003, se entrevistaba a Manuel Crego, incluyendo una fotografía del legendario Baretta.
Sin embargo, en ese momento, yo me encontraba al otro lado de la Nacional VI, en el burdel de lujo La Fuente, que es, con diferencia, el local de mayor nivel, no sólo por la enorme cantidad y variedad de chicas que ofrece, sino porque la decoración y arquitectura del edificio sólo es eclipsada por la clase y estilo de la mayoría de mesalinas que ejercen allí. En este local todo es lujo y glamour. Hasta tal punto que, en el verano de 2003, coincidiendo con el tercer aniversario del prostíbulo, Manuel Crego contrató anuncios en la prensa gallega para publicitar la actuación de Sonia Monroy y sus Sex-Bomb en el burdel.
Por aquellos días, yo me encontraba siguiendo otras pistas en Andalucía y en Valencia, y no sería hasta el día 3 de diciembre de 2003, en el decimocuarto aniversario de La Luna, cuando podría grabar con mi cámara oculta a Sonia Monroy actuando en un burdel de Crego.
Muchas de las prostitutas más atractivas, que antes trabajaban en otros clubes de la zona, terminan evolucionando en el escalafón profesional, hasta ingresar en las filas de La Fuente, donde no es difícil encontrarse a jugadores del Deportivo de La Coruña, políticos de la Xurita de Galicia, famosos empresarios gallegos, etc. Y allí estaba Andrea, con su sonrisa resplandeciente.
Esta vez fui yo el que se acercó a ella para saludarla. Afortunadamente me recordaba. Nuestra conversación sobre Sáo Paulo, su ciudad natal, había conseguido que fijase mi rostro en su memoria. Al menos no era uno de los miles de hombres con los que entablaba una conversación banal antes de subir al reservado, cosa que por otro lado yo no había hecho. La inmensa mayoría de ellos terminan diluyéndose en el olvido de estas profesionales del sexo, que cada día pueden llegar a acostarse con cinco, diez o hasta quince hombres distintos.
Como siempre, los consejos de Juan resultaron ser proverbiales: «Si quieres que una puta te dé información, jamás, y digo jamás, te la tires». Y el caso de Andrea era un nuevo ejemplo.
Charlamos un buen rato, e incluso intercambiamos nuestros números de teléfono, algo que las prostitutas tienen completamente prohibido. Aquello me hizo concebir la esperanza de que la espectacular brasileña pudiese convertirse en otra de mis fuentes. Lo que no podía imaginar era hasta qué punto.
Al día siguiente, recibí una llamada telefónica de Andrea. Estaba asustada. Al parecer, una peligrosa mafia del Este había irrumpido en los burdeles gallegos, aterrorizando a todas las chicas. A través de ella conocí, in situ, mi primera mafia rusa.

Orden: asesinar a la testigo

Según pude averiguar, la organización operaba en Galícia, León, Zamora y Ovíedo fundamentalmente. Traían chicas ucranianas, rusas y lituanas obligadas a prostituirse para pagar una deuda asumida en su país, a las que incautaban todo su dinero, Aún después de saldar su deuda millonaria, la mafia continuaba extorsionándolas en concepto de «protección», exigiéndoles hasta un 5o por ciento de sus ingresos.
Dos de los cabecillas de la mafia eran los hermanos Enrique y Román P. 1. Este último, conocido como Víctor por las rameras, disponía de DNI 72134... y era el encargado de viajar a Ucrania a reclutar a las chicas. Para cuando yo conocí la existencia de esta mafia, Víctor disponía de un piso franco en la calle de Agustín Alfageme, N. 9 11, de León, y más tarde de otro en la urbanización Los Molinos, N.1, de Cabezón de la Sal, en Cantabria. Su hermano Enrique, nacido en Rusia el día 13 de noviembre de 1963, disponía de una vertiginosa colección de antecedentes penales por todo tipo de delitos.
Otro de los cabecillas era Volodimir K., nacido en Klaipeda, en Ucrania, el día 19 de septiembre de 1962, que tenía domicilio en Gijón. Era el que controlaba los burdeles zamoranos. Sin embargo, Oleksandr —Oleksandrovích— Florevitch D. F., más conocido como Sasha o Ricardo el ruso, era el principal cabecilla de la organización. Nacido el día 6 de junio de 1961 en Tchernogov (Ucrania), se había nacionalizado español tres o cuatro años antes, y disfrutaba del DNI 7165... porque se había amparado en la nacionalidad española de su madre, Margarita Eloísa F. S., nacida en Gijón el día 19 de diciembre de 1924 y fallecida en Oviedo el25 de agosto de 1993.
De él, según las chicas, sólo sabíamos que conducía una furgoneta Volkswagen, ACD1 19D, con matrícula LE-95.... que estaba a nombre de una empresa de recreativos (?). Sasha era un perro viejo en el negocio. Cambiaba constantemente de teléfono móvil para el que utilizaba siempre tarjetas de previo pago, con el fin de evitar que la Policía pudiese pincharle la línea. Todos los mafiosos con los que he tratado durante esta investigación hacían lo mismo. Además, usaba nombres diferentes dependiendo del móvil que utilizase: en el 630 27... atendía como Sasha, mientras que en el 676 30... lo hacía como Ricardo. Yo mismo he tenido que sufrir las dificultades de esos cambios de teléfono, a la hora de negociar la compra de fulanas para mis ficticios burdeles con otros traficantes internacionales.
Sasha estaba casado con la ucraniana Irina D., nacida en Jerson el día 29 de diciembre de 1964, con NIE: X-01893... Era conocida en el submundo de la prostitución con el alias de Marína. Ambos tenían un domicilio a su nombre en la calle del General Elorza, N. 86, de Oviedo, y sus nombres aparecían relacionados con varios asesinatos no resueltos, atribuidos a ajustes de cuentas entre mafiosos, en Lérida, poco tiempo antes.
Según Andrea y alguna de las compañeras que conocí en La Fuente, tras la aparición de Sasha merodeando por el burdel, aparecieron varias chicas nórdicas que empezaron a trabajar en el local de lujo coruñés. La brasileña y sus amigas me contaban cómo, algunas noches, tras cerrar al público el local, aparecía un siniestro personaje conocido como Ángel, que atemorizaba a las chicas para sacarles el dinero que habían ganado, golpeando las puertas y gritando, sin que ninguno de los vigilantes de seguridad del burdel se atreviese a hacer nada.
El tal Ángel, un tipo joven, delgado y con aspecto inocente, era en realidad Andrey D., nacido el día 7 de marzo de 1970, con NIE X—1986..., aunque también utilizaba pasaportes falsos a nombre de Andrei Mafinenko y Alvydas Verdickas. Usaba el móvil 699 126... para telefonear a las chicas y aterrorizarlas con crueles amenazas, y solía ir armado. Yo me crucé con él en La Fuente y en la Luna en alguna ocasión.
El encargado de transportar a las chicas pertenecientes a esta red era Francisco A. J., hijo de Manuel y Raquel, nacido en Oviedo el día 11 de marzo de 1959, con DNI 10822... Francisco, con domicilio en Tapia de Casariego, utilizaba para los traslados indistintamente un Laguna con matrícula 0-066... o un Lada matriculado 0-172... Este coche era propiedad de Volodimir, aunque en ocasiones fue visto también con un Lada matrícula 0-031... propiedad de un tal Alexander, que resultó ser otro alias de Sasha. Curiosamente, todos ellos, al igual que las chicas traficadas, utilizaban pasaportes con visado estampado en la embajada de España en Kiev. Alguien debería investigar quién facilitaba esos visados...
Sería muy largo resumir todas las ramificaciones de esta organización, que controlaba docenas de prostitutas colocadas en burdeles de todo el país. Algunos de ellos con placa de ANELA. Digan lo que digan José Luís Roberto y sus socios, es imposible evitar que muchas de sus fulanas sean mujeres traficadas, ya que el 90 por ciento de las mesalinas que ejercen en España son extranjeras importadas por las mafias aunque con frecuencia, debidamente aleccionadas por sus proxenetas, ellas mismas lo nieguen.
La organización funcionaba lucrativamente, hasta que una de sus chicas decidió acogerse al programa de protección de testigos y denunciar a sus traficantes. No puedo profundizar demasiado en este caso, para evitar facilitar pistas que puedan conducir a la identificación de esa joven rusa. Sólo añadiré que gracias en buena medida a la pericia del agente Juan, la Policía pudo tener conocimiento de que la organización había decidido eliminar a la testigo, antes de que pudiese declarar en el juicio contra Sasha y sus lugartenientes.
Ángel, el aniñado sicario lituano que me había cruzado en La Fuente, y un ucraniano llamado Oleksandr K., nacido el día 26 de marzo de 1976, fueron interceptados por agentes de la Brigada de Extranjería, cuando se dirigían a Ciudad Real para eliminar a la testigo. Las escuchas telefónicas a aquellos mafiosos, posibilitadas gracias a que algunas de sus fulanas facilitaron sus números de móvil, permitieron averiguar el día en que se había ordenado silenciar para siempre a la joven rusa.
Las investigaciones policiales posteriores en tomo a la organización de Sasha implicaron en la trama a numerosos propietarios de burdeles españoles que, conscientemente o no, tenían en sus locales a chicas traficadas:
Yo entonces lo ignoraba, pero Andrea había sido modelo profesional en Brasil.
El tiempo se dilata cuando pasas miedo. Además, a pesar del ronroneo del motor, a mis oídos llegaban todo tipo de ruidos sospechosos: crujidos, ladridos de perros, el viento... cualquier sonido disparaba mi imaginación, pensando que los matones del local o los proxenetas me habían descubierto y se acercaban ya a mi coche para sacarme a golpes del interior y hacerme confesar qué estaba haciendo allí. En un intento por tranquilizarme, me aferré a la misma arma que había adquirido en Madrid durante la grabación de mi reportaje sobre los skinheads como Tiger88, pero fue inútil, la tensión seguía siendo la misma.
Por fin, descubrí una sombra alta, moviéndose en la penumbra. Forcé la vista hasta identificar a Andrea. Se acercaba al coche portando dos enormes maletas, que anteriormente había escondido en un armario de la trastienda. No esperé a guardarlas en el maletero.
En cuanto las arrojó sobre el asiento de atrás y entró en el coche, hundí el pie en el acelerador y salimos derrapando a toda velocidad.
Ni siquiera se había cambiado. Todavía llevaba un modelito de noche tan corto como un suspiro y unos zapatos de tacón de aguja. Se cambió mientras yo conducía de vuelta hacia Madrid. Aquel viaje fue una temeridad. Me costó verdaderos esfuerzos no dormirme por el camino. Si ya estaba cansado después de los primeros 600 kilómetros, la segunda etapa me dejó exhausto. Aquella noche también aprendí el remedio que utilizan las rameras para soportar el sueño durante las interminables noches de vigilia en los serrallos: coca-cola con café.
La alquímica mezcla de cafeínas funcionó, y soporté los 1.200 kilómetros al volante. Podríamos haber parado, pero Andrea estaba muy asustada y deseaba poner tierra de por medio lo más rápido posible. Incluso, aunque se quejaba de un fuerte dolor en la espalda, se negó tajantemente a que la llevase a un hospital. Improvisamos un vendaje sobre la marcha y se tomó media caja de analgésicos. Andrea, como todas las prostitutas que han tenido que vivir entre palizas, golpes y sufrimiento, es mucho más dura y fuerte que cualquier hombre que haya conocido.
Cuando llegamos a Madrid, la alojé en mi apartamento, donde pasaría los tres días que tardamos en conseguir que saliese hacia Italia, donde vivía su hermana. Posteriormente, desde allí marcharía de vuelta a Brasil, donde yo le enviaría por correo las pertenencias que no pudo transportar con ella.
Juro que durante esos tres días Andrea y yo no mantuvimos relaciones sexuales, a pesar de dormir juntos. Supongo que podríamos haberlo hecho, y confieso que a mí no me habría disgustado. Yo no tenía pareja ni más compromiso que mi propia autoestima, pero creo que habría sido incorrecto abusar de su agradecimiento porque en el fondo, ella ya me pagaba con creces con la información y los contactos dentro de las mafias que su amistad me proporcionaba.

Andrea, una modelo porno soñadora

Andrea había nacido a las tres de la madrugada del día 3o de abril de 1975 en Sáo Paulo. Su padre, Querino, era un humilde motorista originario de Nova Trento, en Santa Catalina, y su madre, Natalia, ama de casa, también había nacido en Santa Catalina. En su tierra natal había estudiado mecanografía e informática, e incluso había trabajado en las empresas IBOPE y NIFFA de Porto Alegre hasta 1996. Siempre fue una buena estudiante. Me consta porque Andrea lleva consigo todos sus enseres personales, y conserva, como recuerdo de su infancia, sus notas escolares. Sus calificaciones destacaban, con media de notable, en las asignaturas de educación artística, historia y física. Le encantaba la poesía, se sabía de memoria casi toda la obra de Paulo Coelho y soñaba con mundos románticos y amables, que nunca llegaría a conocer en la vida real. De hecho, no entendía bien el significado de la palabra «amable» en castellano.
Las malas compañías terminaron por empujarla al mundo de la marginación, hasta llegar a coquetear con algunas de las bandas del crimen organizado nutridas por cientos de desesperados y desesperadas que crecen como hongos en las pútridas favelas brasileñas. Su físico espectacular la convertía en una excelente candidata para el negocio del sexo, y alguien, cuyo nombre nunca se atrevió a revelarme, la introdujo en el mundo de la prostitución y de la pornografía.
Cuando se quiso dar cuenta, en el año 1999, ya trabajaba como modelo erótica para revistas brasileñas como Sexy o Ele e Ela. Sin embargo, su gran oportunidad llegaría en el año 2000, al ser escogida como una de las modelos que podría posar para la famosa revista pornográfica Hustler, fundada por el magnate de la industria del pomo norteamericano Larry Flynt, cuya vida ha sido llevada al cine de la mano de Woody Harrelson, a las órdenes de Milos Forman. Curiosamente, con el tiempo, y mientras investigaba el mundo del pomo en relación a la prostitución, yo terminaría por conocer a la representante oficial de HustIer en Barcelona.
Desgraciadamente, el destino deparaba una amarga sorpresa a la brasileña. Andrea trabajaba en la noche y se había convertido en una profesional del sexo, por lo que la noche del 21 de abril del año 2000, recibió una brutal paliza en la discoteca Bunker, ubicada en la calle de Raúl Pompéia, n. 94 de Copacabana, a manos de uno de los guardias de seguridad del local. Cuando Andrea recobró el conocimiento, su cuerpo estaba cubierto de moratones y excoriaciones, que ni el mejor maquillaje podía disimular.
Según un telegrama de la agencia Promodel de Copacabana, que Andrea me facilitó —como otros documentos que certifican su historia—, a las 17.21 horas del día 27 de abril debería haberse celebrado la sesión fotográfica acordada con el representante de Hustler, para decidir si Andrea viajaba a EE. UU., con objeto de iniciar su carrera como modelo en América. Pero su estado físico, a causa de la paliza, hacía imposible la sesión de fotos. Por eso, en lugar de a EE. UU., Andrea fue enviada a Madrid el día 20 de diciembre del año 2000, a bordo del vuelo Iberia-6800 que despegaba de Río de Janeiro a las 17.10 horas. A las pocas horas de llegar a la capital española, volaría, en el vuelo Iberia-546, hasta Santiago de Compostela, donde empezaría inmediatamente a trabajar en los burdeles gallegos en los que yo la encontré tiempo después.
Una de las cosas más sorprendentes que conocí, a través de Andrea, es que existen todo tipo de parásitos y vividores, además de los propios proxenetas y traficantes, que explotan a las prostitutas. Porque las meretrices no sólo existen cuando ejercen como tales. Antes de las seis o de las siete de la tarde, y después de las cinco o de las seis de la madrugada, las profesionales del sexo continúan existiendo. No desaparecen del planeta sólo porque los varones ya no necesitemos sus servicios y les neguemos hasta el derecho a existir. No se desintegran en la nada, ni son escondidas en un armario que tan sólo vuelve a abrirse cuando deben vestir de nuevo sus ropas provocadoras, para acudir al burdel, con objeto de satisfacer las necesidades sexuales de los hombres. Existe una vida para esas mujeres, antes y después del club, aunque a nadie le importe. A nadie, salvo a los parásitos sociales. Por si no tuviesen bastante con ser traficadas, explotadas y humilladas hasta la locura por las mafias, otra legión de vampiros intenta estafarles el poco o mucho dinero que pueden obtener vendiendo su cuerpo.
Andrea fue la primera en revelarme que existían abogados que acudían a los burdeles para dejar a las prostitutas las tarjetas de sus bufetes, prometiéndoles que podrían conseguirles la nacionalidad española por un módico precio. Yo mismo terminaría contratando los servicios de uno de esos malnacidos, oculto bajo un ridículo pero convincente disfraz, para demostrar cómo venden a precio de oro a las inmigrantes impresos y documentos sin ningún valor legal. Existen también representantes comerciales, que acuden a los burdeles para vender a las chicas zapatos, ropa, o perfume al doble o triple de su valor real. Se aprovechan de que muchas de ellas, cambiando de club en club, haciendo «plaza» cada veintiún días, no saben ni en qué ciudad están. Alejadas de los núcleos urbanos, no pueden acceder a las tiendas normales, y se ven obligadas a comprar los productos de esos estafadores. Pero uno de los parásitos sociales de las fulanas que más me sorprendió fueron los videntes.
Supongo que la marginación, el sufrimiento y la soledad hacen que las personas desvalidas se vuelvan más supersticiosas y clamen al cielo en busca de la ayuda y el consuelo que no encuentran en la tierra. De los hombres sólo pueden esperar... nada. Son un trozo de carne que se utiliza para eyacular, y después se aleja, e incluso se reniega de su existencia. Por otro lado, la inmensa mayoría oculta a sus familias y amigos cuál es su verdadera profesión. Y qué decir de sus jefes. Está claro que ninguna de ellas va a acudir al proxeneta para consultarle sus problemas o en busca de esperanza. Ahí es donde aparecen los parásitos del espíritu, los vampiros de la fe, los traficantes de ilusiones.
Existe un extraño vínculo invisible entre el mundo de las videntes y el de la prostitución. Y no me refiero sólo a que los anuncios de adivinos se maqueten al lado de los de las rameras en todos los periódicos del país. Ni a que muchas videntes, entre ellas la bruja televisiva más famosa de España —antigua trabajadora del Apandau de Barcelona—, provengan del mundo de la noche. Me refiero a algo más siniestro.
No sólo las mafias nigerianas utilizan las creencias y supersticiones sobrenaturales para aprovecharse de las prostitutas. Casos como el de la colombiana «satánica» que conocí en la redada del club Lido, o las nigerianas a cuyo ritual de brujería asistí en La Milagrosa, son mucho más frecuentes de lo que imaginaba. Pero ninguna historia me pareció tan sorprendente como la que descubrí a través de Andrea.
Andrea conocí a la vidente Vera, el mes de febrero del año 2001, a través de una de sus compañeras de La Fuente. Aquella chica tenía un altar a la diosa Pombayíra en el dormitorio del burdel, una de las divinidades más importantes del panteón afro—brasileño. Al igual que ocurre con la santería cubana, o el vudú haitiano, los esclavos negros importados a Brasil sincretizaron sus dioses africanos con las divinidades precolombinas y con el santoral cristiano, dando lugar a religiones como la Umbanda, el Carridorriblé, la macumba, etc. Por eso aquella imagen de la Pombayira velaba los sueños de Andrea y de su compañera de dormitorio en el burdel, cada noche, flanqueada por varías velas blancas, Aquella chica, brasileña como ella, pertenecía a una especie de seudosecta espiritista y viajaba a Vigo una vez por semana, al igual que otras muchas chicas, para encontrarse con su consejera espiritual, la tal Vera. Un día, Andrea decidió acompañarla.
En Vera encontró, o eso creía, la madre protectora que tanto añoran todas las cortesanas. Ella les daba consejo y realizaba todo tipo de rituales mágicos y de protección, con objeto de que las mesalinas ganasen mucho dinero, no fuesen maltratadas por los proxenetas o incluso, conociesen a un buen hombre que las sacase del oficio. Todo ello, a cambio de un módico precio... o no tan módico.
Andrea fue admitida en la comunidad de Vera, y como distintivo de esta insólita hermandad, le fue entregado un colgante, que yo posteriormente vería en el cuello de otras prostitutas. Se trata de una estrella de seis puntas, con un hexágono central. Todas las «hijas» espirituales de Vera llevan ese amuleto. Claro, que para lucirlo antes deben abonar las 10.000 pesetas de su importe.
Durante varios meses, Andrea frecuentó la consulta de Vera.
Vigo, junto con otras muchas prostitutas. Allí no sólo pudo adquirir amuletos, perfumes mágicos o rituales esotéricos. Vera, aprovechando la confianza que depositaban en ella las supersticiosas mentrices, les vendía ropa o joyas, de la misma forma y al mismo precio abusivo que los comerciantes que visitan los burdeles, sólo que el utilizaba un argumento de venta mucho más ingenioso. Convenció a las chicas de que todas ellas eran una Pombayira, y debían vestir unas ropas y joyas que agradasen a los espíritus. ¿Y quién podía asesorarlas mejor que una médium sobre lo que agrada o no a los espíritus? Casualmente, Vera también importaba prendas de lujo desde América —aunque apuesto a que las compraba en cualquier mercadillo de Pontevedra—, y podía facilitar a sus chicas los vestidos más apropiados para conseguir el favor de Pombayira.
No sólo eso, con la excusa del poder mágico del número siete, y como golpe de efecto para reforzar la credulidad de sus clientas, aseguraba que todos sus trabajos mágicos tenían que ser abonados en clave de siete. Y Andrea, como otras muchas furcias estafadas por Vera, pagaba ridículos rituales mágicos a 77.777 pesetas por ceremonia. En el caso de Andrea, cuando se dio cuenta del engaño, se había gastado más de 700.000 pesetas en la médium. Y aunque yo conocí al menos otras dos fulanas brasileñas que frecuentaban periódicamente la consulta de Vera en Vigo, es imposible calcular cuántas prostitutas están siendo estafadas por la meiga gallega. Ojalá algún día los dioses del panteón afrobrasileño hagan que Vera tenga que pasar por la misma humillación que sus dientas. Ojalá la Pombayira consiga que Vera se vea en la necesidad de vender su cuerpo a los mismos hombres que sus estafadas, para aprender a valorar el sufrimiento y la vergüenza que les cuesta ganar cada euro. Y ojalá padezca 77.777 veces cada mentira y cada engaño con los que exprime la fe, la esperanza y la credulidad de sus «ahijadas espirituales».

Pacto entre traficantes

Los tres días que Andrea pasó en mi apartamento fueron para mí un curso acelerado de proxenetismo. Además, en Madrid vivían algunas amigas suyas, compañeras de «plaza» durante algún tiempo, y también chulos y proxenetas que accedió a presentarme. Gracias a ella pude asistir a una insólita reunión, en un céntrico restaurante madrileño. Andrea me presentó como un novio suyo «metido en el negocio» y nos reunimos en el restaurante Ginos, ubicado dentro del centro comercial City-Vips de la calle de Fuencarral. Uno de los comensales era español, Rafael, y el otro latinoamericano, David. Discutían la mejor forma de introducir en España un cargamento de nigerianas. Decidieron que la partida estaría compuesta de seis chicas que harían pasar por las componentes de un ballet tradicional africano, que venían a asistir a un festival étnico que se celebraría poco después en Madrid.
Al parecer, el americano contaba con una tapadera excelente porque era representante artístico. Según explicaba, conseguía contratos falsos que permitían que las chicas entrasen en el país como bailarinas exóticas. El español, al parecer, disponía de los contactos necesarios para colocar a las prostitutas en los burdeles, además de conseguir pasaportes falsos para ellas, una vez que estaban en España.
Yo no comprendía para qué querían los pasaportes falsos si ya habían entrado en el país; por eso, la respuesta del americano me dejó atónito. En realidad, la estrategia consistía en falsear su regreso a Nigeria. Una vez colocadas en diferentes burdeles, los pasaportes eran enviados a un connection-man en Abuja para que fuesen entregados en diferentes comisarías de Policía, como si hubiesen sido extraviados accidentalmente por sus propietarias. Eso significaría que habían regresado a su país, y nadie pensaría que estaban siendo prostituidas en Europa.
En aquella reunión aprendí lo que era el espacio Schengen, un territorio interfronterizo en Europa, utilizado por las mafias para facilitar el ingreso de las mujeres traficadas en nuestro país o en cualquier otro perteneciente a la Comunidad. Conocí así la rutina habitual a la hora de captar, transportar y colocar a las adolescentes nigerianas en el viejo continente.
En primer lugar, un nativo de la misma aldea o ciudad era contratado para buscar a jóvenes africanas cuyas familias viviesen la mayor penuria económica, o no, y les ofrecía viajar a Europa para hacerse millonarias. Para mí sorpresa, en la mayoría de las ocasiones se informaba a las chicas sobre el «trabajo» que iban a desempeñar; sin embargo, se las engañaba en cuanto a las condiciones. Si aceptaban acompañar al traficante en su viaje al paraíso europeo, cada una de ellas debería aceptar una deuda de entre 35.000 Y 40.000 dólares, que tendría que pagar a través de su ejercicio de la prostitución. A las chicas se les decía que en Europa se gana tanto dinero, que en unos pocos meses la deuda habría sido saldada, y a partir de ese momento, todo el dinero que ganasen sería para ellas y para sus familias. Sin embargo, la realidad es que la mayoría se pasan la vida pagando.
Una vez aceptado el trato, la familia sería considerada como una garantía de pago, es decir, si la joven se negaba a seguir trabajando para nosotros, o nos denunciaba a la Policía, tendríamos el derecho de ejecutar a sus familiares. Y para sellar el pacto, cada una de ellas sería conducida a un brujo nativo, donde se confeccionaría su body, mediante un brutal ritual de vudú. Cuanto más salvaje y sangriento, mejor. El alma de la muchacha sería apresada por el hechicero, que fabricaría un siniestro fetiche con la sangre menstrual, pelo, uñas, piel, y otros elementos de las chicas.
Posteriormente el connection—man obtendría la documentación falsa que fuese pertinente, y el sponsor se ocuparía de organizar el viaje hacia el viejo continente, bien por la ruta terrestre —atravesando Níger, el desierto del Sahara, Argelia y Marruecos, para luego entrar en España en patera—, o bien por la ruta aérea. En este caso, deberíamos utilizar los aeropuertos de Génova, Zúrich y París. No existen vuelos directos entre Nigeria y España.
La lengua oficial en Nígeria es el inglés, aunque se conocen más de 250 dialectos diferentes, así que una vez en España las chicas dependerían totalmente de nosotros. Solas, asustadas, desconocedoras del idioma, las costumbres y hasta del país en el que se encuentran exactamente, nosotros seríamos sus únicos protectores, lo que facilitaría enormemente su obediencia. No obstante, todas serían sometidas a nuevos rituales de vudú, ya en España, para reforzar el terror, y recordarles que sólo eran pedazos de carne sin alma, hasta que saldasen la deuda.
Una vez en Europa una mamy o un master se ocuparía de vigilarlas y controlarlas para evitar rebeldías. Se les incautarían los pasaportes y se las colocaría en pisos de nuestra confianza, sin teléfono ni acceso a nadie que no fuésemos nosotros, que naturalmente tendríamos el derecho de acostarnos con la que nos placiese, cuando y como nos apeteciese. El sueño de la mayoría de los varones. Por último, las instruiríamos en lo que tendrían que decir si alguien les preguntaba: jamás dirían la verdad. Tendrían que mentir sobre su nacionalidad, sobre su nombre y sobre cómo habían llegado a España y el tiempo que llevaban aquí. Y por encima de todo, jamás reconocerían haber sido traficadas, de hecho la mayoría desconoce el significado de esa palabra. Afirmarían haber venido por su voluntad y sentirse muy satisfechas y agradecidas por tener la oportunidad de someterse a las vejaciones y humillaciones de los hombres blancos.
Durante el inicio del tráfico de africanas para las ramerías españolas, allá por los años 1995 y 1996, las chicas reconocían su origen nigeriano. Pero ante la afluencia de solicitudes de asilo, éstas comenzaron a ser sistemáticamente rechazadas, por lo que los traficantes indicaron a las jóvenes que debían identificarse como procedentes de Liberia, país al que no podrían ser repatriadas debido al conflicto bélico en el que está sumido. A partir de los años 1996— 1997 desaparecieron las nigerianas, al mismo tiempo que centenares de seudoliberianas empezaron a presentarse en la Oficina de Asilo y Refugio de Madrid. Pronto esta avalancha de solicitudes de asilo provocó infinidad de «inadmisiones a trámite», por lo que, de repente, comienzan a desaparecer las refugiadas supuestamente llegadas de Liberia y aparecen las que decían provenir de Sierra Leona, otro país sin posibilidad de extradición a causa de la guerra.
No obstante, y dejando al margen las triquiñuelas de los mafiosos para evitar la extradición de sus busconas, lo cierto es que cuando un país sufre un cataclismo económico o social, las mafias del tráfico de mujeres acuden como buitres carroñeros para reclutar a su población femenina. Ocurrió con Rusia y con todos los países del Este que, tras la caída del muro de Berlín, nutrieron con sus jóvenes el mercado europeo de la prostitución y la pornografía. Ahora empiezan a abundar las argentinas...
El negocio resultaba redondo. Un cargamento de media docena de adolescentes, disfrazadas como un ballet tradicional africano que viene a un festival cultural en Madrid, a 40.000 dólares cada una, nos supondría 240.000 dólares, es decir, más de cuarenta millones de pesetas. Sin embargo, siempre será más, porque con el paso del tiempo, las chicas nunca saben con exactitud cuánto dinero han pagado ya y cuánto les resta. Además, el verdadero negocio está en revenderlas en España.
Una chica hermosa y «trabajadora» puede acostarse cada día con diez o quince hombres distintos. Tirando por lo bajo, un servicio completo oscila entre los 30 euros de la calle y los 60 de un club. Supongamos que gana unos 500 euros al día y que, en un derroche de generosidad, la dejamos descansar un día de cada siete. Tendríamos unos ingresos de 3.000 euros a la semana, o lo que es lo mismo, unos 13.500 euros al mes por cada una. Sólo con este cargamento de seis chicas, nos embolsaríamos unos 81.000 euros al mes, trece millones y medio de pesetas, como poco. Aunque hay que descontar los gastos de transporte, manutención, alojamiento, etc., sigue siendo un negocio redondo se mire como se mire, ¿no? Afortunadamente los proxenetas no lo tienen tan fácil...
Naturalmente, el buen traficante debe saber escoger la mercancía. Me recordaba una forma de nazismo. Sólo las más hermosas y los mejores cuerpos tienen una posibilidad. El resto están condenadas a un holocausto paulatino. Sólo les queda la oportunidad de ofrecer servicios que no quieran aceptar las más guapas: sadomaso, griego, sexo sin preservativo, lluvia dorada, coprofilia, bondage, humillación, tríos, etc. Evidentemente su destrucción psicológica es más rápida. Pero ¿a quién le importa? En el lugar del que vinieron hay miles esperando engrosar las filas de los traficantes. Tiene muchos menos riesgos que el narcotráfico o el tráfico de armas. ¿Quién puede pedir más?
Pero, por si esto no fuese bastante, lo verdaderamente ingenioso es que, cuando nos hayamos aburrido de las chicas, y aunque su deuda no haya sido abonada, podemos venderlas al propietario de algún burdel, renegociando el precio. Es decir, si al cabo de los meses, las chicas ya nos han abonado varios miles de dólares de la deuda establecida, supongamos que 15.000, podemos venderlas a algún otro proxeneta por 30.000 dólares, o por lo que nos dé la gana, en lugar de por los 20.000 o 25.000 que restan de su deuda. Esto nos hace ganar más dinero, lo que repercute evidentemente en agravar la deuda que las esclaviza ya que a su nuevo propietario será a quien tendrán que satisfacer a partir de ese momento. Ese nuevo propietario podrá venderlas a su vez a un tercero, o a un cuarto, y así las deudas originales se dilatan hasta perder toda referencia lógica, y las chicas se pasarán años y años pagando por ser utilizadas como esclavas sexuales por los cultos y civilizados hombres blancos del viejo continente.
Aprendí que nuestros mayores enemigos eran la Policía judicial, la Brigada de Extranjería, y sobre todo, las organizaciones no gubernamentales como ALECRIN, empeñadas en hacernos perder el dinero invertido en el viaje, la documentación falsa y la manutención de las chicas, con la absurda pretensión de liberarlas. Pero, ¿para qué querían liberarlas? La mayoría son analfabetas y no sirven para nada más que para abrirse de piernas. ¿Por qué se empeñan esas feministas en contrariar el destino para el que han sido creadas si no tienen otro fin que el satisfacer sexualmente al hombre? Además, como en Nigeria están sometidas a la ablación de clítoris, la lapidación, la poligamia islámica, y cosas por el estilo, deberían estarnos agradecidas por darles una oportunidad de sobrevivir en Europa... así razonan los traficantes.
Descubrí que asociaciones de empresarios como ANELA resultan de gran ayuda y llegan a ser nuestros aliados, sean ellos conscientes o no. Al fin y al cabo, necesitamos a los locales de alterne para ganar más dinero porque el precio de un servicio se duplica en muchos clubes. Incluso coincidimos con ellos en no reconocer delante de nadie que nuestras chicas son mujeres traficadas sino más bien, como pretenden los empresarios del sexo, «putas vocacionales» que voluntariamente han escogido la prostitución como un «empleo digno y gratificante»... Lo único que no tengo claro es por qué, en el fondo, a estos honrados empresarios no les termina de gustar que sus hijas o sus madres participasen de tan noble empleo. Al fin y al cabo, qué mayor orgullo para un padre ver que su hija trabaja en el negocio familiar.
Es indudable que la clave de un buen lupanar está en la variedad, de hecho, los grandes empresarios poseen no uno, sino varios clubes de alterne, que además están estrechamente relacionados con burdeles de otros países como Francia, Italia, Holanda, etc., con objeto de poder intercambiarse las chicas para que la carne fresca fluya en los supermercados del sexo. Este trasiego obliga a que las chicas viajen mucho de club en club y de país en país, por lo que nuestras «zorras» necesitan documentos falsos. Afortunadamente, todas las mafias incluyen entre sus colaboradores tanto a abogados, como a falsificadores profesionales, capaces de obtener todos los documentos que sean precisos para que las chicas puedan cruzar las fronteras sin problemas con la ley. El precio de un pasaporte falso oscila entre los 2.000 Y 3.000 dólares. Los hay más baratos, sobre todo, los de países africanos, pero son de peor calidad.
Las partidas de nacimiento falsas también son muy cotizadas, y resultan más económicas, porque se sitúan en torno a los 300 dólares. Su utilidad, así como la de los falsos carnets de partidos políticos, es la de ser presentados en la Oficina de Asilo y Refugio. En la época en que las nigerianas aún se confesaban como tales, tenía mucho éxito el camet del Movement for Survival of Ogoni People (MSOP) y el de Campaign for Democracy, asociaciones políticas perseguidas por el tirano represor, a causa del cual las futuras prostitutas pedían asilo político en España. Al principio, algunas colaban, pero era tan descarado el tráfico, compra—venta y alquiler de aquellos carnets entre las mafias, que terminó por descubrirse el truco.
En aquella cena, por encima de todo, aprendí a valorar más conscientemente los riesgos del mundo en el que me estaba metiendo, porque cada vez que el tipo que tenía enfrente alargaba el brazo para servirse una copa de vino, podía ver con toda claridad la pistola que llevaba oculta bajo la chaqueta y confirmar que no se trataba de un revólver, sino de un arma semiautomática que, a juzgar por el cargador, debía alojar unas quince balas de gran calibre. Un 38 probablemente. Creo que se me cortó la digestión. No es fácil degustar la comida cuando la compartes con un traficante armado.
Como ya he dicho, a pesar de no coincidir con la opinión policial, mi experiencia personal me ha convencido de que la mayoría de los traficantes de mujeres practican otros delitos. Podría contar mil anécdotas que ilustran esta afirmación. Por ejemplo, uno de aquellos contertulios, Rafael, estaba metido también en el negocio de las armas. Sólo unos días después de aquella cena, me llevó al ático de un bloque de apartamentos. Se había empeñado en mostrarme algunas pistolas para venderme un arma. Ya habíamos bebido dos botellas de Cigales, un exquisito rosado vallisoletano, durante la cena, e imagino que eso explica el peligroso despiste de Rafael, que es, por otro lado, un gran coleccionista, amante de los mejores caldos y experto enólogo. La opípara cena y el exceso de alcohol me habían producido un incómodo ataque de hipo, que me confería una apariencia muy ridícula al intentar meterme en el papel de un peligroso proxeneta.
En la sobremesa, aquel tipo sentado justo frente a mí me mostró todo tipo de armas. Desde una temible «pajillera», hasta un poderoso Magnum 45. Pero el incidente se produjo cuando sacó una pequeña Astra del calibre 9 mm. La pistola estaba amartillada y aunque sacó el cargador, mientras me la enseñaba, apretó el gatillo. La detonación fue atronadora y la bala atravesó la mesa, rozándome la rodilla derecha. El tintineo del casquillo, al caer al suelo, resonó en mis oídos como la campanilla del monaguillo en un funeral. Mi funeral.
Ambos nos quedamos petrificados, mientras el proyectil silbaba hasta detenerse a mis pies. Todavía conservo esa bala —engarzada a mi cuello como amuleto—, que pudo haberme destrozado la rodilla en el mejor de los casos, y consideré que era como una señal de que estaba tentando demasiado la suerte. Mi pobre ángel de la guarda empezaba a quejarse del exceso de trabajo...
Lo increíble es que, a pesar del atronador sonido del disparo, y de que ya era medianoche, nadie en el edificio se inquietó por el incidente. Nadie llamó a la Policía. Ignoro si estaban acostumbrados a escuchar detonaciones de bala en aquella vivienda pero, al menos en aquella noche, nadie se interesó por el origen del tiro. A mí se me quitó el hipo de golpe.
De alguna manera, en aquella primera cena con los amigos de Andrea —días antes del incidente del disparo— aprendí todo lo que un traficante de mujeres debe saber del negocio. Un par de meses más tarde, utilizaría todos los conocimientos adquiridos para simular una negociación como un auténtico traficante.
Mientras disfrutábamos de la cena italiana del Ginos, nadie podría haber adivinado el contenido de nuestra conversación. Parecíamos un grupo de ejecutivos, aunque uno de ellos fuese armado, manteniendo una animada conversación. Y es que los mafiosos y traficantes de mujeres viven completamente integrados en la sociedad. A pesar de tratarse de uno de los tipos de criminal más cruel y deleznable que existe, nada lo identifica. Viven a nuestro alrededor, en nuestras ciudades. Son nuestros vecinos. Bailan en nuestras discotecas, comen en nuestros restaurantes, duermen en nuestros hoteles, se divierten en nuestros cines. Aparentan ser respetables empresarios, ciudadanos modélicos y sin embargo, son los causantes de una fuente inagotable de dolor, de océanos de lágrimas, de kilómetros de desesperación. Aquella cena, de color gris tristeza, me dejó un amargo sabor a melancolía en el paladar.
Poco después acompañé a la brasileña para el inicio de su nueva vida. Me despedí de Andrea en la estación de autobuses de Madrid, justo antes de que partiese hacia Italia. Me regaló un álbum con algunas de sus pruebas fotográficas como modelo porno, elocuentemente obscenas, y un libro de poesías en portugués. Era su forma de agradecer mi ayuda. Antes de marcharse me dijo una de las cosas más tristes que he escuchado en el transcurso de esta investigación.
—Perdón por desconfiar de ti, pero te portabas bien conmigo e a mí me enseñaron a desconfiar das cosas buenas... Me pasaron tan pocas cosas buenas en la mia vida que non sé cómo hay que comportarse cuando ocurren.
Después me dio un beso y subió al autobús. No fui capaz de controlar las lágrimas que se derramaban por mis mejillas, como si fuese un estúpido sensiblón. Pero no lloraba por Andrea, que al fin y al cabo partía hacia una vida mejor, sino por todas las Andreas que nutren los burdeles del mundo. Cientos de meretrices, miles de mesalinas, millones de Marías Magdalenas que no tienen un Jesucristo que las redima de sus pecados, ni que les ofrezca consuelo y amor desinteresado. Supongo que yo intento ser, al menos, el hagiógrafo que transcriba sus historias.
Creo que ni yo, ni ningún hombre, ni tampoco ninguna mujer que no haya ejercido este «oficio», podremos llegar a comprender jamás el sufrimiento que se va acumulando en el corazón de estas chicas, que va surcando su alma de mil heridas y desengaños que nunca cicatrizan del todo. Como las marcas que dejó la cuchilla en las muñecas de Carmen, la empleada de ALECRIN, que un día pensó que la mejor salida para una vida como prostituta era la muerte. Afortunadamente, se equivocaba.

Sunny: biografía de un traficante de mujeres

No esperaba aquella llamada de Susy, que me hizo olvidarme por unos momentos de Andrea, para concentrar toda mi atención de nuevo en Murcia. Seguíamos hablando por teléfono algunas veces, con objeto de mantener fresco el contacto, pero en esta ocasión, era ella la que llamaba para darme una noticia imprevista. Sunny, el proxeneta nigeriano más importante de la región, quería conocerme.
Por un lado, era una buena noticia. El traficante había mordido el anzuelo de las tarjetas de crédito que yo le había hecho ver a Susy intencionadamente. Pero por otro, no me hacía mucha ilusión encontrarme con el boxeador, mientras yo llevara encima una cámara oculta. Quedé con Susana en que nos encontraríamos en Murcia tres días después, aunque en realidad tardé uno sólo en regresar a su ciudad. Necesitaba averiguar todos los datos posibles sobre Sunny antes de nuestro encuentro. Quería saber todo lo que pudiera sobre mi adversario y acudí a todas las fuentes posibles para averiguarlo.
Harry, el africano que me había marcado a Susy meses atrás, terminó considerándome un «colega» en el negocio del tráfico de mujeres, y poco a poco fui teniendo conocimiento de muchos otros miembros de la comunidad nigeriana, vinculados directamente con Sunny, como Prince K. 0., afincado en Madrid con NIE: X2862 ... ; o los «jefes» establecidos en Sevilla y Málaga respectivamente, Olumyiwa A., con NIE: X2720... y Oni 0. 0., con NIE: X3082... También supe que la encargada de enviar a las chicas a Alemania desde Málaga era Eunice 0., con NIE: X3461... y que había otros «colegas» ubicados en Murcia, como Jude N. y Nnanidi Ch. 0. Este último con NIE: X1553...
Gracias a todos ellos y a algunas prostitutas nigerianas compañeras de Susy en el Eroski, por fin estaba en disposición de elaborar un perfil biográfico de mi objetivo que, en realidad, coincidía con el de miles de inmigrantes ¡legales que convierten el tráfico de seres humanos en su modus vívendí una vez llegan a Europa.
Price Sunny nació el día 17 de febrero de 1976 en Benin City, capital del estado de Edo, siendo el menor de cuatro hermanos —tres de ellos chicos y una chica—. Ni su padre, Jacob, ni su madre, Agnes, pudieron soñar jamás con que su hijo tuviese la oportunidad de emigrar a España, pero durante los años noventa, miles de chicos y chicas nigerianos, alentados por historias fantásticas sobre el paraíso europeo, habían decidido perseguir su sueño de un futuro mejor. Poco a poco, todos los amigos, vecinos y compañeros de colegio de Sunny fueron desapareciendo de las calles de Benin City.
Con apenas veinte años, ganaba algunos dólares rompiendo caras en el ring. Era fuerte y no tenía miedo, pero aquellos ingresos a duras penas le permitían mantener a su joven esposa, Sandra —que era funcionaria del estado—, y al hijo que acababan de tener, Junior. Un buen día, alguien le habló de España. Alguien le dijo que era un país fantástico donde se podía ganar mucho dinero y la vida era color de rosa. Sólo tenía que llegar hasta la frontera, saltar una valla en un lugar llamado «Zuta», o algo así, y automáticamente sería recibido con los brazos abiertos, le entregarían papeles y un trabajo y empezaría a hacerse rico. Y Sunny, como miles de jóvenes similares, se creyó todas aquellas patrañas, y se despidió de su joven esposa y de su hijo para iniciar un viaje atroz y despiadado, en busca de un sueño inexistente.
Naturalmente, sus consultas en el consulado español de Lagos resultaron totalmente estériles. De hecho, no conocía a nadie que hubiese conseguido jamás un visado para España, siguiendo los cauces legales. Sus amigos comentaban con soma que el día que la embajada de España en Abuja —que evidentemente no realiza este tipo de gestiones—, o el consulado de Lagos, decidiesen emitir un visado, tendrían que llamar a Madrid para que les explicasen cómo se hacía. De todas formas, puesto que Sunny provenía de una familia humilde, aunque hubiese conseguido el utópico visado, tampoco tenía dinero para pagarse un viaje en avión. Así que sólo le quedaba un camino para acceder a ese lugar idílico y maravilloso llamado España.
Al igual que miles de nigerianos antes y después que él, Prince Sunny se enfrentaba a una caminata brutal, teniendo que recorrer cientos de kilómetros a pie, y aprovechando cualquier medio de locomoción que le ahorrase algo del interminable trayecto hacia el paraíso europeo, ya fuera en coche, en camello, en moto o a caballo. Al fin, se gastó el poco dinero que había ahorrado para el viaje en pagarse el «lujo» de ir hacinado en un camión destartalado con docenas de hombres y mujeres amontonados como bestias, para recorrer algunos kilómetros de desierto a bordo del mismo.
El resto del camino se vio obligado a hacerlo a pie, con lo que supone tener que beberse los propios orines ante la falta de agua en el impío Sahara, y seguir adelante a pesar de los siniestros y frecuentes montículos que jalonan el camino de tumbas excavadas en la arena con las manos, en las que una piedra intenta evitar que el viento arrebate una foto o el pasaporte del fallecido. Cientos de muertos anónimos, que han perdido la vida persiguiendo el sueño europeo y cuyas fotos miran con atención los peregrinos que se cruzan con ellas, como Sunny, con objeto de informar a sus familiares, en caso de reconocer al difunto.
Cada una de aquellas sepulturas, tocadas por la improvisada lápida de papel, parecía una advertencia. Desde aquellas fotos, sujetas con una piedra, los mártires de la esperanza parecían querer alertar a Sunny contra las penalidades que le aguardaban si decidía seguir adelante en su empeño de alcanzar el paraíso. Pero Sunny había aprendido a encajar los golpes de la vida, como encajaba los puñetazos de sus adversarios en el cuadrilátero, y nunca había tirado la toalla.
El trayecto desde Benin City hasta Agadez, en Níger, fue relativamente sencillo. Desde allí hasta Argelia, las cosas empeoran mucho. Además del desierto, las bandas de ladrones arrebatan a los aspirantes al primer mundo los pocos enseres de valor o dinero que lleven encima en su peregrinaje hacia el paraíso. Dicen que los peores son los mismos soldados argelinos, que violan a las mujeres y a veces también a los hombres, antes de robarles. Pero Sunny era fuerte y robusto, un luchador profesional. No temía a los ladrones. Sus verdaderos enemigos —la sed, el hambre y las enfermedades eran aquellos que no pueden derrotarse con los puños.
El viaje hasta Argelia fue muy duro, pero a pesar de todas las penalidades del inmisericorde desierto, alcanzó Tamanrasset, ciudad de paso para las caravanas de inmigrantes que intentan alcanzar Europa por la ruta terrestre. Allí empezó a concienciarse de que los cuentos de hadas que le habían narrado eran totalmente ficticios. En los guetos de inmigrantes que van de paso, escuchó los primeros relatos de algunos senegaleses, libaneses, guineanos o nigerianos como él, que habían conseguido llegar hasta Europa tiempo atrás, pero que habían sido detenidos por las autoridades españolas y repatriados a sus países de origen. Una vez devueltos allí, sólo podían resignarse o volver a intentarlo. Y eran muchos los que habían sufrido el padecimiento de aquel viaje mortal a través del desierto, una y otra vez, firmemente dispuestos a alcanzar de nuevo Europa. Allí las cosas no eran tan fáciles como le habían contado a Sunny, pero desde luego, estaban mucho mejor que en África.
Para cuando Sunny alcanzó la ciudad de Maganahia, ya llevaba muchos kilómetros de desierto, de hambre y de sed a sus espaldas, y su escepticismo había aumentado de forma proporcional a su desesperación. Un compatriota que ya había hecho aquella ruta en tres ocasiones le explicó que la valla que tenía que saltar, de la que le habían hablado sus amigos en Benin City, no era el final del camino. Después, tenía que atravesar el mar para poder llegar verdaderamente a España.
¿El mar? Nadie le había explicado a Sunny, como ocurre con la inmensa mayoría de los inmigrantes ¡legales, que después de atravesar un infernal mar de arena, tendría que cruzar también un mar líquido. ¿Patera? El boxeador jamás había escuchado ese término. Y tampoco le habían avisado de que el precio por cruzar en patera hasta el continente europeo podía oscilar entre los mil y mil quinientos dólares. Una suma absolutamente inconcebible para él.
Así pues, Prince Sunny hizo lo mismo que hacen muchos supervivientes nigerianos: convertirse en guía de inmigrantes ¡legales, lo que denominan un «pasador». Durante meses, junto a otros nigerianos, marroquíes y senegaleses, se dedicó a escoltar caravanas de inmigrantes, la mayoría de muchachas destinadas a los prostíbulos de Francia, Italia, Alemania o España, ahorrando todo el dinero que podía para pagarse su propio billete hacia el paraíso. Entre cien y doscientos dólares por operación eran sus honorarios por conducir a sus paisanos africanos hasta los bosques cercanos a Ceuta o Tetuán, donde docenas de ellos, a la desesperada, intentaban saltar la verja y echar a correr. La Policía española capturaba a algunos, pero muchos de ellos conseguían burlar el control policial y entrar en el país. Los que eran detenidos, después de su atroz viaje por el desierto y mil penalidades, sólo podían hacer una cosa... nada. Resignarse y volver a su país con el rabo entre las piernas. Los demás, con suerte, podrían encontrar sitio en campos de refugiados, como el de Calamocarro, esperando una oportunidad para saltar al continente.
Hay algunos que, una vez en Marruecos, intentan pasar por la frontera legal de Melilla o Ceuta, especialmente en los puestos fronterizos de Beni Enzar, de Melilla o El Tarajal, de Ceuta. Pero para eso necesitan conseguir una necua —el documento marroquí—, que puede costar una auténtica fortuna, lo que lo convierte en totalmente imposible para la mayoría de los inmigrantes, dependiendo de la calidad de la falsificación. Los puestos menores, como el de Farhana en Melilla, reservado sólo para residentes, se llenan de inmigrantes ¡legales los días de mercado, porque intentan aprovechar la masificación para colarse en la frontera escondiéndose en el interior de un camión, en el maletero de un coche, etc., aun a riesgo de morir asfixiados. Algunos, incluso, se juegan la vida intentando bordear la costa y trepar por escarpados acantilados, que todos los días se cobran la vida de hombres y mujeres desesperados, que prefieren arriesgarlo todo antes de regresar a la miseria, la indigencia y la hambruna africana.
El tiempo que Sunny vivió pasando inmigrantes en la frontera argelino—marroquí no sólo le sirvió para ganarse su plaza en una patera, sino que aprendió mucho sobre el negocio del tráfico de seres humanos. Es un tipo inteligente y sobre todo urgido por el mejor aliciente del ingenio: la necesidad. Y entre cargamento y cargamento de reses humanas, destinadas a satisfacer con sus jóvenes cuerpos la lujuria del hombre blanco, que pasaba por la frontera, el boxeador tomaba buena nota de los trucos, secretos y gajes del oficio.
Por fin, un buen día, un año después de haber salido de su Benin City natal, recaudó el dinero suficiente y atravesó la frontera de Marruecos con un grupo de paisanos. Una vez en la parte española, contactó con una de las mafias dedicadas a las pateras y compró su plaza. Pero aquello no era el final del viaje.
La inmensa mayoría de pateras son embarcaciones paupérrimas, sin los sistemas de navegación ni comunicaciones apropiados. El punto más corto del estrecho de Gibraltar distancia catorce kilómetros los continentes de Europa y África. Apenas algo más de una docena de kilómetros que puede ser un agradable paseo para el Español que decide «bajarse al moro», o simplemente disfrutar de un día de compras exóticas en Ceuta o Melilla, a bordo de un cómodo ferry. Pero dentro de una maltrecha patera, atestada de inmigrantes y capitaneada frecuentemente por algún imbécil avaricioso que apura hasta el último centímetro de la lancha, con tal de vender una plaza más, esa travesía puede ser mortal.
Los informativos nacionales nos han acostumbrado a las terribles imágenes de inmigrantes extenuados por el esfuerzo, al borde de la deshidratación, que arriban a las costas de Algeciras al límite de sus fuerzas. A veces, la Guardia Civil recupera los cadáveres de muchos de ellos, que murieron ahogados a escasos pocos metros de las costas españolas, o destrozados en los arrecifes de alguna playa. Pero no existen estadísticas sobre los que mueren en alta mar, ni sobre las pateras que se van a pique a medio camino, ni sobre las que sufren una avería y quedan a la deriva durante días, ni las que son embestidas por barcos de mayor calado, que evitan notificar la desgracia para ahorrarse problemas legales...
Sunny tuvo suerte. Consiguió resistir la insolación, el hambre y la sed en la brutal travesía. Cuando el feroz calor del estrecho golpeaba sin piedad contra la patera, atestada de inmigrantes, se limitaba a apretar los dientes y los puños, y aferrarse a su firme convicción de que llegaría hasta el final, a toda costa. Y lo consiguió.
Siguiendo el consejo que le habían dado, cuando estaba a pocos metros de la costa, se tiró al mar y ganó la playa a nado. Tragó mucha agua y se quemó los pulmones con la salitre del mar. Pero siguió apretando los dientes y nadando.
Al pisar las arenas de Algeciras, siguió las recomendaciones que le habían dado en Maganahia, y aunque estaba agotado, hambriento y sediento, no se sentó a descansar. Le habían advertido que no debía dejar que los hombres vestidos de verde le alcanzasen, así que en cuanto vio a los agentes de la Guardia Civil, que intentaban interceptar a todos sus compañeros de patera, echó a correr. La salitre le quemaba los pulmones, y los músculos le dolían por el esfuerzo. La ropa se le pegaba a la piel, restándole agilidad, y casi no le quedaban energías después de la brutal travesía, pero echó a correr. Corrió con toda su alma, y se internó por las calles de la ciudad hasta perder de vista a los hombres vestidos de verde. Sunny se convirtió así en uno de los miles de inmigrantes que alcanzan España ilegalmente. Ahora concentraría todo su esfuerzo en amortizar el dolor, el hambre, la sed y la angustia que había padecido durante los meses que había durado su peregrinación desde Nigeria.
No tardaría en comprobar que las cosas en España no eran tan fáciles como le habían contado. Y su resentimiento creció también al tiempo que su frustración. Pero Sunny no había sufrido tantas angustias para venirse abajo precisamente ahora que ya había alcanzado la tierra prometida. Nunca había renunciado a un combate en el cuadrilátero, y no pensaba hacerlo en la vida real. Había aprendido mucho de su trabajo como «pasador» y se había dado cuenta de que el negocio estaba al otro lado de la ley, especialmente con las mujeres. Ellas son las que en el fondo mantienen el negocio del tráfico de seres humanos, ya que el precio por pasar una mujer de una frontera a otra, su plaza en una patera, etc., cuesta el doble o el triple que el de un hombre. Porque todos saben que en Europa una mujer puede producir mucho dinero... alquilando su cuerpo e hipotecando su dignidad. Los analistas del fenómeno de la inmigración deberían tener este factor en cuenta.
Así que Sunny no tardó en ponerse manos a la obra. Tenía que legalizar su situación para poder moverse con libertad a un lado y otro de la frontera. Su intención estaba clara: traer compatriotas nigerianas para que trabajasen de prostitutas. Ellas serían la mejor fuente de dinero que podía soñar.
Sunny llegó a España antes de que se produjese el endurecimiento en la Ley de Extranjería del año 2000. Obtuvo un permiso de residencia y un NIE: el X0274...
También consiguió un puesto de trabajo, por mediación de una española: Lucía C. A., domiciliada en la calle de Ánimas, de Alcantarilla, provincia de Murcia. Esta mujer fue la clave para que Sunny consiguiese legalizar su situación en España, afincándose en Murcia. Allí establecería su primera residencia fija en un bajo de la calle de Tierno Galván, N. 38.
El boxeador no tardó en demostrar la proverbial habilidad nigeriana para sobrevivir en condiciones adversas, a fuerza de imaginación. Se atrevió con todo tipo de negocios. Desde alquilar a otro inmigrante su puesto de trabajo, con lo cual conseguía cobrar del primo, que además hacía constar en la empresa que el boxeador cubría diariamente su puesto laboral, hasta toda una pléyade de negocios ¡legales. Según me narraron sus amigos murcianos, Sunny había probado suerte —y con éxito— en negocios de falsificación de documentos, de prostitución, de tráfico de drogas, de falsificación de tarjetas de crédito, etc.
De hecho llegó a ostentar la presidencia de la asociación Edo de Murcia —por supuesto, una asociación aparente, sin legalizar—, que más bien era una agrupación criminal cuyos temas de discusión eran siempre ¡lícitos, pero servía de reunión a todos los nigerianos provenientes de la región de Edo, a la que también pertenece Benin City, establecidos en Murcia, Alicante y alrededores.
Sólo existía una asociación nigeriana por encima de ésta, igualmente ¡lícita, y que según pude averiguar tenía como presidente, o chairman, a un tal Naindi C. 0., nacido el día 21 de mayo de 1970, con NIE: X1553.... Narridi también terminaría siendo procesado por falsificación. Sin embargo, la popularidad del boxeador entre los traficantes y falsificadores nigerianos era mucho mayor que la del tal Narridi, hasta el extremo de que en un C1) grabado por un grupo musical africano afincado en Murcia, se dedica una canción a Sunny.
El día 28 de noviembre de 2000, sin embargo, Prince Sunny tuvo un susto muy serio. Fue detenido por la Policía Local de Murcia que instruyó diligencias contra él por tráfico de drogas. Son las diligencias 27951. Al parecer, el boxeador había acudido en su Renault 11 a la estación de autobuses para recoger al hermano menor de una de sus «novias», que portaba un cargamento de cocaína y hachís. Interceptados por la Policía, intentaron deshacerse del paquete con la droga, pero fueron detenidos. Sin embargo, Sunny prometió a «su cuñado» que si él se declaraba único responsable y lo exculpaba, se ocuparía de pagar las costas de su abogado y de que no le faltase nada en la cárcel. Y así ocurrió. A la hora de escribir estas líneas todavía está cumpliendo condena, y según me explicó una de sus hermanas, prostituta junto con Susy en los alrededores del Eroski, Sunny le envía de vez en cuando dinero y presentes a la cárcel, para agradecerle su lealtad.
El día 24 de enero del año 20o2 de nuevo se redacta una denuncia policial contra Prince Sunny, las diligencias 2igo. Esta vez los cargos son por falsificación. Le incautan una buena cantidad de permisos de conducir nigerianos, que presuntamente utiliza para dotar de algún tipo de documentación a las prostitutas que introduce ilegalmente en el país, pero vuelve a salir airoso.
Así las cosas, el boxeador continúa con su carrera delictiva sien— do uno de los cofundadores de la «calle de las putas», en los alrededores del Eroski, donde ninguna mujer nigeriana puede ejercer la prostitución sin contar con el permiso explícito de Sunny. Además, combinaba su próspera carrera como proxeneta con otras actividades delictivas, como el lucrativo negocio de las tarjetas falsas. Negocio en el que contaba con hábiles colaboradores como un tal Aslep, que también terminó siendo detenido por la Policía murciana, aunque una vez más, el convincente boxeador consiguió que su socio cargase con todas las culpas, volviendo a librarse de la justicia, a costa del sacrificio de Aslep.
Drogas, prostitución, falsificación... Poco a poco el boxeador nigeriano continuó haciéndose un lugar cada vez más importante en el mundo del crimen organizado. Fue ascendiendo en la ambición de sus «trabajitos», hasta el extremo de intentar colar en algún banco murciano un talón, a nombre de un canadiense, de 18 millones de pesetas.
En Alicante contactó, tiempo después, con un tal Juan, babalao y experto en santería y vudú, que le ayudaba en los rituales de brujería con los que aterrorizaba a sus chicas para obligarlas a ejercer la prostitución y evitar que pudiesen denunciarle a la Policía. Con lo que no contaba Sunny es que un brujo más poderoso que él, blanco y periodista, iba a estropearle el negocio en cuestión de días.
Ahora que sabía su historia, podía comprender por qué hacía lo que hacía. Podía entender que él mismo era fruto de sus circunstancias, y que el sufrimiento que había padecido, en su terrible periplo africano, había modelado su carácter hasta convertirlo en violento y pendenciero. Pero nada justificaba que infligiese a otras personas, en este caso mujeres traficadas, el mismo dolor que él había padecido.